Ejercicio 2

La voz de los combatientes

Con este ejercicio podrás contrastar la manera en que se presenta la guerra en los distintos diarios de información con los testimonios de los combatientes.

Ejercicio de escritura

La propaganda nacionalista desplegada por los gobiernos imperialistas cumplió su papel para inflamar los ánimos en la población. La exhortación a la guerra presentaba al enemigo con múltiples defectos que le hacían repugnantes y justificaba su exterminio. Además, acusaban al enemigo de pretender invadir a la nación reforzando la visión de un enemigo feroz. Con esta idea de hacer la guerra para defender a la nación que por muchas razones era superior a las demás, marcharon miles de jóvenes combatientes al frente de batalla sin imaginar que la realidad les haría, al poco tiempo, cuestionar la validez de las ideas nacionalistas. Cuando se enfrentaron a los combatientes de carne y hueso pudieron darse cuenta que el ser despreciable al que debían matar era un ser humano que sufría y moría igual que ellos, entonces comenzaron a dudar de la verdad dicha por sus gobiernos.

enfermera curando a un herido

Una enfermera cuida a un herido

Mucho menos hubieran podido imaginarse como desertores, y cuando quisieron escapar del infierno de la guerra descubrían que ahora se convertían en traidores a la patria y encontraban la muerte frente al fusil de su propio ejército.

Los combatientes encontraron en la escritura de sus terroríficas experiencias una manera de sobrellevar el sufrimiento; redactaron cartas y diarios que en la posteridad serían un testimonio vívido de éste. Algunos de los sobrevivientes jamás quisieron volver a hablar de la guerra, otros, por el contrario, decidieron dar a conocer la verdad de la locura bélica y escribieron sus memorias. Todos estos escritos fueron en su momento, y lo continúan siendo, una evidencia muy importante para comprender que la guerra es un escenario en donde se confrontan las vanidades de los gobernantes, un jugoso negocio para los empresarios de la muerte, un entretenimiento para los estrategas militares de alto rango, pero muerte y sufrimiento para el hombre común.

Los testimonios que te presentamos a continuación fueron dejados para la posteridad por soldados de diferentes nacionalidades, lo que nos permite constatar la dimensión humana de la guerra, es decir, encontraremos similitudes en los sentimientos que expresan, son testimonios de seres humanos que sufren y mueren por igual sin distinción de nacionalidad.

Leerás testimonios de un combatiente ruso, un italiano, un francés y un alemán. Las revelaciones rusas ofrecen una situación peculiar porque no fueron hechas por ellos mismos ya que el grueso de los combatientes eran campesinos miserables que de repente se convirtieron en combatientes del zar y que por su condición de escasa cultura no escribieron o contaron sobre sus experiencias.

Gracias a que Sofía Fedórchenko registró las conversaciones de los heridos rusos mientras se desempeñaba como enfermera, es que su voz se escuchó y que ahora podemos conocer el sentir del pueblo ruso. En cambio, muchos combatientes europeos hablaron y escribieron sobre su experiencia de guerra. Entre la masa de jóvenes pobres que acudieron al frente, se encontraba un contingente numeroso que pertenecía a la clase media o a la burguesía a quienes su preparación académica les dio la posibilidad de escribir, pero además de reflexionar sobre la validez de la guerra.

Lee los testimonios y después escribe una opinión sobre ellos (pestaña 12). Al finalizar da clic en Comparar para recibir retroalimentación.

Testimonio 1

Fue entonces cuando por primera vez vivió la experiencia de una barrera de fuego a distancia: las distintas detonaciones que se funden unas con otras, el gruñido atronador y continuo que las acompaña, las sacudidas del suelo, el temblor de los cristales de las ventanas, el cielo nocturno rajado por incandescentes rastros luminosos. Tras una semana más de espera con este sordo decorado acústico de fondo, una gélida tarde destinaron, a ella y a unas cuantas más, a Gerardovo. Por el camino pasaron interminables columnas de trineos tirados por caballos cargados de heridos. Algunos yacían sobre paja, otros sobre abigarrados almohadones, fruto del pillaje de alguna casa… Finalmente, Bocharski y las demás llegaron a una gran fábrica (…) A las puertas de la fábrica se amontonaron las camillas con los heridos a los que no se había dado cabida en el interior, quienes tuvieron que quedarse fuera y perecieron congelados durante la noche. Dentro de la fábrica los heridos yacían por todas partes, incluso en las escaleras y entre las máquinas, la mayoría en camillas o sobre balas despedazadas de algodón (…) Un ligero hedor de putrefacción hirió las fosas nasales de Bocharski nada más al entrar. Casi se desmaya. Estaba muy oscuro. Había regueros de sangre por el suelo. De todos los rincones se oían voces suplicantes que la solicitaban, manos que se agarraban a su falda. La mayoría de los heridos eran jóvenes, y estaban asustados y confusos, lloraban, tenían frío, la llamaban “mamita” aunque tuviera la misma edad que ellos. Y así día tras día.

Uniendo los relatos fragmentados de los heridos, Sophie Bocharski consiguió hacerse una idea general de lo ocurrido. Uno dijo: “Hermana, todavía veo aquel campo. No había dónde guarecerse, ni siquiera un árbol; tuvimos que cruzar ese terreno abierto y llano, y había tantas ametralladoras alemanas que no se podían contar”. Otro: “Ordenaron a mis hombres que atravesaran ese campo abierto, sin bayonetas; ¿en qué estarían pensando?”. Un tercero: “Cada día llenaban nuestras trincheras de nuevos reemplazos, y cada día, al caer la noche, solo quedaban unos pocos”. Un cuarto: “Nosotros no podemos tirar granadas como los alemanes, lo único que podemos hacer es derrochar vidas”.

Sábado, 13 de febrero de 1915. Sophie Bocharski, enfermera del ejército ruso, pág. 105.

Testimonio 2

El invierno llega de un modo inesperado y prematuro. Se estrena con una fuerte tormenta de nieve que de repente ha hecho intransitables los caminos, por lo que las unidades austrohúngaras no pueden avanzar, ni retroceder tampoco, claro. La división de Pál Kelemen está atrapada en uno de estos pasos de montaña cerrados por la ventisca. Alrededor de los caballos la nieve arremolinada por el cortante viento se acumula en elevados montones. Soldados ateridos por el frío se acuclillan alrededor de íntimas y débiles fogatas o dan vueltas pateando el suelo y golpeándose los costados para entrar en calor. “Nadie habla”.

(…)

Estoy tumbado dormitando, exhausto; a mi alrededor unos oficiales descansan sobre montoncitos de paja. Los hombres que tiritando y temblando rodean la cabaña han hecho una fogata con las planchas del establo vecino, y las llamas que lamen la oscuridad de la noche atraen a más soldados extraviados.

Un sargento entra y pide permiso para entrar a uno de sus compañeros; el hombre en cuestión está semiinconsciente y de permanecer en la helada intemperie, sin duda, moriría. Lo tumban junto a la puerta sobre unos puñados de paja, yace doblado, el blanco de los ojos parcialmente visible, su nuca enterrada muy hondo entre los hombros. En varios sitios su abrigo ha sido atravesando por las balas, y el borde está chamuscado por las llamas de algún fuego de campamento. Sus manos están ateridas de frío y cubre su rostro macilento y atormentado una barba desaliñada e hirsuta.

(…) La puerta de la cámara interior se abre, y uno de los edecanes, el príncipe Schönau-Gratzfeld, hace su entrada…

Repara en el soldado que yace inmóvil en un rincón, dirige sus pasos hacia él y luego retrocede con un rebote de espanto. Muy indignado da órdenes de que el cadáver de ese hombre, con evidentes signos de haber muerto de cólera, sea retirado de inmediato…

Martes, 13 octubre de 1914. Pál Kelemen, oficial del ejército de Austria-Hungría, húngaro, pág. 55.

Testimonio 3

Cuando me detenía frente al parapeto de la trinchera y oteaba la tierra de nadie, ocurría que me imaginaba que las estacas de nuestra fina red de alambrada eran las siluetas de una patrulla alemana que estaba allí en cuclillas, lista para lanzarse hacia adelante. Yo miraba fijamente esas estacas, las veía moverse, oía el sonido de las guerreras rozando el suelo y el tintineo de las vainas de las bayonetas… y entonces me volvía hacia el soldado que estaba de guardia, y su serenidad me tranquilizaba. Mientras él no viera ni oyera nada, allí no habría nada, solo mis propias y angustiosas alucinaciones.

Me latía el corazón, seguramente estaba muy pálido, y temblaba de miedo. Por instinto encendí un cigarrillo, suponiendo que eso me ayudaría a calmar los nervios. Me fijé en la tropa, que se acurrucaba en el fondo de la angosta trinchera con las mochilas encima de sus cabezas, a la espera de que cesara la preparación artillera.

Domingo, 28 de febrero de 1915. René Arnaud, infante del ejército francés, pág. 111.

Testimonio 4

Once casos de lesiones nerviosas en los miembros superiores, variando desde heridas en el plexo branquial a leves contusiones en la mano, cinco de los cuales incluyen parálisis muscular dorsal con fracturas complicadas.

Dos lesiones nerviosas con neuralgia en la pierna; Tauer las ha operado con sutura.

Tres parálisis faciales. Uno de ellos tenía incrustado en la mejilla un morceau d’obus grande como la palma de una mano y la ostentaba orgullosamente, la metralla, quiero decir.

Una parálisis cervical en el sistema nervioso simpático en un hombre que recibió un disparo en la boca abierta.

Dos fracturas de columna, uno terminal, el otro recuperándose. Una viga que sostenía el refugio se le cayó encima cuando la explosión de una granada que aterrizó en las inmediaciones destruyó el tramo [de trinchera] en el que se encontraba.

Un solo traumatismo craneal grave; es el caso de un tal Jean Ponysigne, herido hace cinco días en los Vosgos y, por algún motivo inexplicable, traído hasta aquí.

Sábado, 3 de abril de 1915, Harvey Cushing, cirujano de campaña del ejército norteamericano. Pág. 127.

Testimonio 5

No es el fuego de fusilería el que las despierta. A este ruido hace mucho que se acostumbraron. Ella y las demás enfermeras se levantaron de la cama sin recibir orden alguna, mirándose con preocupación y desconcierto las unas a las otras. Ese ruido siempre es inquietante, de mal agüero. Significa ataque; significa heridos; significa muerte…

… Entonces ocurre algo inesperado (…) mientras está allí de pie discutiendo, se hace un súbito silencio. (…) Ese abrupto silencio da casi tanto miedo como el fragor del fuego.

… Unos cuantos soldados llegan corriendo por la carretera. Al cabo de un rato también del bosque cercano salen figuras. Cada vez aparecen más hombres corriendo presas del pánico. Sophie Bocharski y los demás dan por supuesto que vienen a su hospital de campaña, pero cuando los soldados llegan a su altura pasan por su lado sin girarse siquiera. Bocharski los ve correr ciegamente en estampía. Ve que los rostros tienen un tono azulado, algunos casi amarillos. Ve que a muchos hombres les salen espumarajos por los labios, ve que otros vomitan. Una ambulancia tirada por caballos aparece entre crujidos por la carretera, (…) en el pescante hay dos enfermeros sin sus gorras y con las bocas desencajadas por el espanto. Tampoco la ambulancia se detiene, pero uno de los hombres sentados en el pescante, al pasar de largo, grita algo así como que “todos están muertos” (…) Al final, uno de los que huyen se detiene a medias y como respuesta a sus preguntas dice chillando: “¡nos envenenan como a ratas, los alemanes nos han echado encima una niebla que nos persigue!”

Tras un largo rato de espera en el bosque, rodeados de hombres despavoridos y vomitando, Bocharski y los demás reciben órdenes de dirigirse a las trincheras (…) En el aire flota un olor raro.

Bocharski desciende a una trinchera. Allí ve cuerpos, gran cantidad de cuerpos (…) Ha visto cadáveres antes, pero esto es nuevo. Porque estos cuerpos están tumbados en posiciones “tan retorcidas, tan torturadas y anormales que a duras penas pudimos separar un cuerpo del otro”. El mismo gas venenoso que les quitó la vida a los soldados rusos segó las de los atacantes alemanes.

A los que dan señales de vida se les traslada y agrupa en un campo (…) ¿Qué hacer? El desconcierto es general. A alguien se le ocurre la idea de inyectar una solución de cloruro sódico a las torturadas víctimas. Como único resultado los sujetos fallecen al instante. A Bocharski y sus colegas no les queda otro remedio que presenciar impotentes cómo los hombres, con sus azulados semblantes, mueren “esas muertes horribles”, todos ellos totalmente conscientes hasta el final, pugnando en vano por respirar mediante silbantes y prolongadas aspiraciones…

Lunes, 31 de mayo de 1915. Shopie Bocharski, enfermera del ejército ruso, pág. 156.

Testimonio 6

…Pese a que tienen prohibido cazar y no deberían siquiera salir del campamento, eso es precisamente lo que tienen intención de hacer. Están hartos del eterno guisado, preparado con esa asquerosa carne enlatada; además los suministros han empezado a fallar y les han reducido las raciones. Ambos tienen hambre. ¿Cómo van a reponer fuerzas sin comida? Muchos soldados se encuentran al límite de la desnutrición, y como consecuencia directa, con el calor la curva de bajas por enfermedad sube, y es de lo más empinada. Los enfermos tienen que ser enviados a la retaguardia para recibir atención, lo cual absorbe gran parte de los pocos recursos logísticos de los que disponen. Además, como es natural, a los enfermos también hay que alimentarlos. Y los hombres que van rumbo a la retaguardia consumen gran parte de la comida que va en sentido contrario, hacia las unidades de combate, por lo que las raciones de los combatientes disminuyen todavía más. Es un círculo vicioso. Lo que una vez fueron regimientos se han reducido al tamaño de lo que más bien parecen compañías de 170 a 200 hombres…

Jueves, 8 de junio de 1916. Angus Buchanan, infante del ejército británico, pág. 315.

Testimonio 7

… Anoche ella asistió en el quirófano en dos operaciones por herida de bala en el vientre. Es esta una lesión de pésimo pronóstico, máxime porque es difícil evitar infecciones mortales una vez que el contenido intestinal se ha vertido en el abdomen. Quedó impresionada por la destreza con que el cirujano cortó los segmentos rotos de intestino para después recoser concienzudamente las partes aún servibles. Los de herida de bala abdominal son pacientes difíciles, no solo porque mueren con tanta frecuencia, sino porque no cesan de reclamar agua, si bien el riesgo de complicaciones impide que se les pueda dar ni una sola gota.

No será hasta las seis de la mañana cuando lleguen más heridos. (…) Uno de los heridos es un joven soldado, apenas un chiquillo, con un impacto en el antebrazo izquierdo. Ella le extirpa la bala de la herida… El chico llora y se queja sin pausa, incluso después de tener la herida limpia y vendada: “¡Hermanita, cómo duele!”. Otro tiene una lesión muy rara. También ha recibido un impacto de bala, pero esta vez, el proyectil ha revotado contra su omoplato virando entonces de rumbo, ha atravesado luego el costado derecho y bajado por la ingle hasta el muslo derecho, donde finalmente se ha detenido. Un tercer paciente, también un hombre joven, está cubierto de suciedad, polvo y sangre seca, y ella empieza por lavarle la cara:

“Hermanita –dijo el paciente intentando sonreír-, ¡deja estar la suciedad! Yo ya no voy a ir más de visita.” Primero creí que bromeaba conmigo y ya tenía una réplica en la punta de la lengua. Vi entonces la profunda herida de su cabeza y comprendí lo que quería decir…

Martes, 27 de junio de 1916, Florence Farmborough, enfermera del ejército ruso, inglesa, pág. 327.

Testimonio 8

… A las 5.25 h. se inició un nuevo ataque en Ypres, pese al temporal, pese al nivel creciente del agua, pese al lodo sin fondo y a la débil visibilidad. Los supervivientes que Cushing atiende le hablan de heridos que se han ahogado en embudos de granadas.

Comienza el día repasando los casos que le aguardan:

Winter, E. (…) –penetrante cerebelosa. Estaba sentado. Con casco. Voló por los aires. Inconsciente un tiempo, no sabe cuánto. Se arrastró hasta una trinchera –piernas inestables, mareos, etc.

Robinson, H. (…) –penetrante temporal der. Fue herido ayer 18 horas aprox. Cayó sin perder la conciencia. Casco penetrado. Caminó 20 metros escasos. Mareos, vómitos, hormigueos brazo izq., etc. No lo transportaron hasta esta mañana debido al lodo.

Matthew, R. (…) –penetración parietal der.; hernia cerebro. Supone que le hirieron hace tres días, etc…

Hacia el final del día Cushing se siente bastante satisfecho. Las operaciones han ido bien. Entre otras cosas ha conseguido utilizar su aparato magnético especial para extraer fragmentos de metralla del encéfalo de tres de los mencionados hombres.

Sábado, 13 de octubre de 1917. Harvey Cushing, cirujano de campaña del ejército norteamericano, pág. 503.

Testimonio 9

…Cushing forma parte de una pequeña delegación que va a visitar la Station Neurologique…

Cushing se encuentra ahí por razones profesionales. Como bien revela el nombre, se trata de uno de los muchos hospitales de neurología del ejército, especializado en un tipo concreto de lesión neurológica: manos petrificadas y parálisis de pies. (…) Todos los médicos militares conocen el fenómeno: hombres cuyas manos están contraídas en una especie de calambre permanente, con frecuencia retorcidas en imposibles posturas hacia el antebrazo. (…) No se suele encontrar ninguna lesión propiamente dicha en la extremidad en cuestión; sencillamente parece como si se hubiera congelado en un ángulo que se diría imposible.

(…)

A menudo la dolencia aparece tras un periodo largo de vendaje o estiramiento. Pero se dan, además, casos con otros antecedentes, asimismo bien conocidos. A menudo el defecto afecta a hombres que han sufrido una leve –en ocasiones hasta trivial- lesión en combate, que de forma consciente o inconsciente consideran su herida demasiado anodina y, por añadidura, temen ser devueltos al frente.

(…)

…En la aldea a los pies de la montaña se halla el cuartel adonde envían a los dados de alta. Allí se les clasifica en tres grupos: a) los recuperados del todo que están listos para el servicio en el frente, b) casos sin clarificar y c) los enfermos permanentes.

Sábado, 24 de agosto de 1918. Harvey Cushing, cirujano de campaña del ejército norteamericano, pág. 611.

Testimonio 10

El paciente, denominado B, tiene 24 años de edad.

(…)

B ha llegado a Priez remitido por uno de los hospitales militares más cercanos al frente para recibir tratamiento por sus graves problemas psicosomáticos. Aparte de unas heridas leves –entre otras cosas, unas quemaduras producidas por gas mostaza- estaba físicamente indemne cuando el día 1 de agosto salió de la primera línea, pero padecía graves alteraciones de vista y motricidad. Por su parte, B insistía en que lo único que precisaba era descanso, por lo que se tuvo que hacer uso de la fuerza para que ingresara. Cuando B llegó a Priez estaba ciego y apenas podía caminar.

(…)

A finales de julio fue enviado en camión junto con su propio regimiento (…) La noche del 26 de julio el regimiento atravesó un bosque lleno de gas. Al amanecer les hicieron bajar de los camiones para participar en un ataque ya iniciado…

B reconoce que, llegado a este punto, la situación le hastiaba. Él era el responsable de la protección antigás, y casi todos sus hombres estaban más o menos heridos por este, muchos de ellos con graves quemaduras (…) B era asimismo enfermero, encargado de que los heridos fueran llevados de vuelta al molino, cosa que se llevaba a cabo bajo constante fuego artillero. Él mismo realizó dos amputaciones con un cuchillo de campaña y un viejo serrucho que encontró en el molino…

... Con frecuencia los ilesos y los heridos combatían juntos; cuando estos últimos no se tenían en pie les tocaba cargar fusiles de reserva. Los hoyos de las granadas eran su único abrigo.

Fue en estos días cuando B vio por primera vez un caso de neurosis de guerra. Él no entendió nada, sino que creyó que el hombre era un cobarde. Cada vez que caía una granada en las cercanías el hombre corría a buscar refugio, temblando y dando sacudidas. Pero después siempre volvía y reanudaba su cometido. Lo que el hombre no soportaba eran las explosiones. Por otro lado, todos estaban bastante trastornados tras el casi incesante fuego artillero, granadas altamente explosivas mezcladas con gas.

Lo peor de todo, sin embargo, era seguramente el gas lacrimógeno, que olía a peras podridas y les hacía estornudar y a menudo también vomitar en sus máscaras antigás, obligándolos a desprenderse de ellas y que fuera lo que Dios quisiera, todos estaban más o menos afectados, y el lagrimeo les hacía apuntar mal.

El lunes B quedó muy aturdido cuando un fragmento de metralla de granada altamente explosiva le dio en el casco. Él lo compara con un golpe en la sien con una pelota de béisbol. La tropa creía a menudo que les habían herido. Podían sentir un golpe en la pierna y ver sangre y un rasguño en su pantalón, pero cuando se los bajaban solo encontraban un morado; la sangre provenía de una herida del soldado que tenían al lado.

Miércoles, 30 de octubre 1918. Harvey Cushing, cirujano de campaña del ejército norteamericano, pág. 626.

Testimonio 11

¿Dónde está el enemigo? ¿Dónde están los suyos? Son las preguntas corrientes que surgen durante las operaciones nocturnas. Hacia la medianoche, al abrigo de la oscuridad, el cuerpo de los 25th Royal Fusiliers de Buchanan, junto con uno de los batallones de negros (…) desembarcan en un punto arriba del Lukule…

Buchanan oye el canto, nítido y estridente, de un gallo solitario (…) Oye a lo lejos los primeros y mitigados estampidos de la artillería; se trata de uno de sus propios barcos cañoneros que ha sido descubierto y que ahora responde al fuego. Pronto no tarda en captar también el sonido de aviones británicos que han salido para explorar el terreno en busca del adversario, quien hasta el momento se ha mantenido bien oculto entre los oscuros y aromáticos setos del monte bajo.

…Al encaramarse en Ziwani a lo alto de una loma divisan por primera vez lo que estaban buscando desde la medianoche: al enemigo. Al otro lado del valle, a unos 1.500 metros de distancia, se mueven apresuradamente grandes grupos de askaris alemanes. Cuando Buchanan y el resto descienden al valle para aproximarse a sus adversarios resulta que estos ya están allí. Casi de inmediato se topan con fuertes patrullas alemanas. Se produce un confuso tiroteo. Los británicos se retiran de nuevo hacia la cima de la cresta…

Pero a las dos sucede algo.

Desde una distancia de menos de treinta metros los askaris abren fuego repentino y ensordecedor, tanto de fusiles como de ametralladoras…

Por suerte para los británicos sus atacantes cometen un error que se da con frecuencia en los combates librados en medio de vegetación densa. Instintivamente se apunta demasiado alto, y por ello la mayoría de las balas pasan por encima de los cráneos de los defensores. No obstante, esta ventaja tiene una paga: varios de los racimos de balas derriban los nidos de abejas que cuelgas de los árboles, y los enfurecidos insectos se lanzan al ataque de lo primero que encuentran. Las picaduras de estas abejas son singularmente dolorosas…

Hacia el anochecer cesa el combate. Los atacantes se retiran. Los hombres del 25th Royal Fusiliers permanecen en la cresta. Todos y cada uno de los soldados británicos tienen la piel cubierta de bultos amarillentos, y los rostros de algunos de ellos están tan hinchados que apenas ven nada…

Lunes, 11 de junio de 1917. Angus Buchanan, infante del ejército británico, pág. 460.

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Como te pudiste dar cuenta en cada uno de los testimonios, se hace evidente el sufrimiento al que fueron sometidos los soldados sin importar su nacionalidad. Los efectos de la guerra dejaron muertos, heridos, pero sobre todo hombres que de haber sobrevivido, quedaron con secuelas emocionales y psicológicas. Las historias muestran la otra cara de la guerra que se aleja de lo que la propaganda nacionalista quería difundir. Si quieres leer el libro del cual se extrajeron los testimonios, aquí dejamos la bibliografía:

Fedórchenko, S. (2012). El pueblo en la guerra. Testimonios de soldados en el frente de la Primera Guerra Mundial. Madrid: Hermida Editores.