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La Conquista introdujo en la población de la
Nueva España, y en general de todo el continente de América, otros elementos que
es indispensable conocer, tanto en su número como en su importancia y distribución
sobre la superficie del país, pues todas estas circunstancias, y aún más, la
distinción que las leyes hicieron entre las diversas clases de habitantes fueron
de grande influjo en la revolución y en todos los acontecimientos sucesivos. Estos
nuevos elementos fueron los españoles y los negros que ellos trajeron de África.
Distinguiéronse poco tiempo después los españoles en nacidos en Europa y los
naturales de América, a quienes por esta razón se dio el nombre de criollos, que
con el transcurso del tiempo vino a considerarse corno una voz insultante, pero
que en su origen no significaba más que nacido y criado en la tierra. De la mezcla
de los españoles con la clase india procedieron los mestizos, así como de la de
todos con los negros, los mulatos, zambos, pardos y toda la variada nomenclatura
que se comprendía en el nombre genérico de castas. A los españoles nacidos en
Europa, y que en adelante llamaré solamente europeos, se les llamaba gachupines,
que en lengua mexicana significa "hombres que tienen calzados con puntas o que
pican", en alusión a las espuelas, y este nombre, lo mismo que el de criollo, con
el progreso de la rivalidad entre unos y otros, vino también a tenerse por
ofensivo…
Regulábase en 70 000 el número de los
españoles nacidos en Europa que residían en la Nueva España en el año de 1808.
Ellos ocupaban casi todos los principales empleos en la administración, la
Iglesia, la magistratura y el ejército: ejercían casi exclusivamente el comercio,
y eran dueños de grandes caudales consistentes en numerario, empleado en diversos
giros, y en toda clase de fincas y propiedades. Los que no venían con empleos
dejaban su patria generalmente muy jóvenes, y pertenecían a familias pobres, pero
honestas, en especial los que procedían de las provincias vascongadas y de las
montañas de Santander, y por lo común eran de buenas costumbres. Siendo su fin
hacer fortuna, estaban dispuestos a buscarla, destinándose a cualquier género de
trabajo productivo: ni las distancias, ni los peligros, ni los malos climas los
arredraban. Los unos llegaban destinados a servir en casa de algún pariente o
amigo de su familia; otros eran acomodados por sus paisanos: todos entraban en
clase de dependientes, sujetos a una severa disciplina, y desde sus primeros
pasos aprendían a considerar el trabajo y la economía como el único camino para
la riqueza. Alguna relajación había en esto en México y Veracruz, pero en todas
las ciudades del interior, por ricas y populosas que fuesen, los dependientes en
cada casa eran tenidos bajo un sistema muy estrecho de orden y regularidad casi
monástica, y este género de educación espartana hacía de los españoles residentes
en América una especie de hombres que no había en la misma España, y que no
volverá a haber en América. Según adelantaban en su fortuna, o según los méritos
que contraían, solían casar con alguna hija de la casa, mucho más si eran
parientes, o se establecían por sí, y todos se enlazaban con mujeres criollas,
pues eran muy pocas las que venían de España, y éstas generalmente casadas con
los empleados. Con la fortuna y el parentesco con las familias respetables de
cada lugar, venía la consideración, los empleos municipales y la influencia, que
algunas veces degeneraba en preponderancia absoluta. Una vez establecidos así los
españoles, nunca pensaban en volver a su patria, y consideraban como el único
objeto de que debían ocuparse el aumento de sus intereses, los adelantos del
lugar de su residencia y la comodidad y decoro de su familia; de donde resultaba
que cada español que se enriquecía era un caudal que se formaba en beneficio del
país, una familia acomodada que en él se arraigaba o, a falta de ésta, era origen
de fundaciones piadosas y benéficas destinadas al amparo de los huérfanos y al
socorro de los menesterosos y desvalidos, de que especialmente la ciudad de México
presenta tan grandiosas muestras. Estas fortunas se formaban por las tareas
laboriosas del campo, por un largo ejercicio del comercio o por el más aventurado
trabajo de las minas; y aunque estas ocupaciones no abriesen por lo común un
camino de llegar rápidamente a la riqueza, ayudaba a formarla la economía que
había en las familias, en las que se vivía con frugalidad, sin lujo en muebles ni
vestidos, y así se había ido creando porción de capitales medianos, que estaban
repartidos en todas las poblaciones, aun en las de menos importancia, sin que
esta parsimonia impidiese los actos de liberalidad que se manifestaban en
ocasiones de públicas calamidades, o cuando el servicio del Estado lo exigía, de
lo que veremos muchos y muy señalados ejemplos.
Rara vez los criollos conservaban el orden de
economía de sus padres y seguían la profesión que había enriquecido a éstos, los
cuales, en medio de las comodidades que les proporcionaba el caudal que habían
adquirido, tampoco sujetaban a su hijos a la severa disciplina en que ellos mismos
se habían formado. Deseosos de darles una educación más distinguida y
correspondiente al lugar que ellos ocupaban en la sociedad, los destinaban a los
estudios que los conducían a la Iglesia o a la abogacía, o los dejaban en la
ociosidad y en una soltura perjudicial a sus costumbres. Algunos los mandaban al
seminario de Vergara, en la provincia de Guipúzcoa en España, cuando éste se
estableció bajo un pie brillante de instrucción general y si esto se hubiera
generalizado, habría contribuido mucho no sólo a propagar los conocimientos útiles
en la América española, sino también para unir ésta con la metrópoli con lazos más
duraderos. De este género de educación viciosa provenía que mientras los
dependientes europeos casados con las hijas del amo sostenían el giro de la casa
y venían a ser el apoyo de la familia, aumentando la porción de herencia que había
tocado a sus mujeres, los hijos criollos la desperdiciaban en pocos años y
quedaban arruinados y perdidos, echándose a pretender empleos para ganar en el
trabajo flojo de una oficina los medios escasos para subsistir, más bien que
asegurarse una existencia independiente, con una vida activa y laboriosa. La
educación literaria que se les daba a veces, y el aire de caballeros que tomaban
en la ociosidad y en la abundancia les hacía ver con desprecio a los europeos, que
les parecían ruines y codiciosos porque eran económicos y activos, y los tenían
por inferiores a ellos porque se empleaban en tráficos y profesiones que
consideraban como indignas de la clase a que con ellas los habían elevado sus
padres. Sea por efecto de esta viciosa educación, sea por influjo del clima que
inclina al abandono y a la molicie, eran los criollos generalmente desidiosos y
descuidados: de ingenio agudo, pero al que pocas veces acompañaba el juicio y la
reflexión; prontos para emprender y poco prevenidos en los medios de ejecutar;
entregándose con ardor a lo presente y atendiendo poco a lo venidero; pródigos en
la buena fortuna y pacientes y sufridos en la adversa. El efecto de estas funestas
propensiones era la corta duración de las fortunas, y el empeño de los europeos
en trabajar para formarlas y dejarlas a sus hijos pudiera compararse al tonel sin
fondo de las Danaides, que por más que se le echara nunca llegaba a colmarse. De
aquí resultaba que la raza española en América necesitaba para permanecer en
prosperidad y opulencia una refacción continua de españoles europeos que venían a
formar nuevas familias, a medida que las formadas por sus predecesores caían en el
olvido y la indigencia.
Aunque las leyes no establecían diferencia
alguna entre estas dos clases de españoles, ni tampoco respecto a los mestizos
nacidos de unos y otros de madres indias, vino a haberla de hecho, y con ella se
fue creando una rivalidad declarada entre ellas, que aunque por largo tiempo
solapada, era de temer rompiese de una manera funesta cuando se presentase la
ocasión. Los europeos ejercían, como antes se dijo, casi todos los altos empleos,
tanto porque así lo exigía la política, cuanto por la mayor oportunidad que tenían
de solicitarlos y obtenerlos hallándose cerca de la fuente de que dimanaban todas
las gracias: los criollos los obtenían rara vez, por alguna feliz combinación de
circunstancias, o cuando iban a la corte a pretenderlos, y aunque tenían todas las
plazas subalternas que eran en mucho mayor número, esto antes excitaba su ambición
de ocupar también las superiores, que la satisfacía. Aunque en los dos primeros
siglos después de la Conquista la carrera eclesiástica hubiese presentado a los
americanos mayores adelantos, siendo muchos los que entonces obtuvieron obispados,
canonjías, cátedras y pingües beneficios, se habían cercenado para ellos estas
gracias, y a pesar de haberse mandado por el rey que ocupasen por mitad los coros
de las catedrales, a consecuencia de la representación que el ayuntamiento de
México hizo el 2 de mayo de 1792, había prevalecido la insinuación del arzobispo
don Alonso Núñez de Haro, que dio motivo a aquella exposición, para que sólo se
les confiriesen empleos inferiores, a fin de que permaneciesen sumisos y rendidos,
pues que en 1808 todos los obispados de la Nueva España, excepto uno, las más de
las canonjías y muchos de los curatos más pingües se hallaban en manos de los
europeos. En los claustros prevalecieron también éstos, y para evitar los
disturbios frecuentes que la rivalidad del nacimiento causaba, en algunas órdenes
religiosas se estableció por las leyes la alternativa, nombrándose en una
elección prelados europeos y en otra criollos; pero habléndose introducido la
distinción entre los europeos que habían venido de España con el hábito y los que
lo habían tomado en América, en cuyo favor se estableció otro turno, resultaban
dos elecciones de europeos por una de criollos. Si a esta preferencia en los
empleos políticos y beneficios eclesiásticos, que ha sido el motivo principal de
la rivalidad entre ambas clases, se agrega el que, como hemos visto, los europeos
poseían grandes riquezas que, aunque fuesen el justo premio del trabajo y la
industria, excitaban la envidia de los americanos y eran consideradas por éstos
como otras tantas usurpaciones que se les habían hecho; que aquellos con el poder
y la riqueza eran a veces más favorecidos por el bello sexo, proporcionándose más
ventajosos enlaces; que por todos estos motivos juntos, habían obtenido una
prepotencia decidida sobre los nacidos en el país; no será difícil explicar los
celos y rivalidad que entre unos y otros fueron creciendo, y que terminaron por
un odio y enemistad mortales.
No puede decirse que la clase española,
comprendiendo en esta expresión tanto a los nacidos en España como en América,
fuese la clase ilustrada; pero sí que la ilustración que había en el país estaba
exclusivamente en ella. De los europeos, los que venían con empleos en la
magistratura y en el clero tenían la instrucción propia de sus profesiones, sin
exceder sino rara vez de los límites que prescribía el ejercicio de éstas, y lo
mismo sucedía entre los oficinistas: los que venían a buscar fortuna no tenían
instrucción alguna y adquirían a fuerza de práctica la necesaria para el comercio,
las minas y la labranza. Entre los americanos había más y más profundos
conocimientos, y esta superioridad era una de las causas que, como he dicho, les
hacia ver con desprecio a los europeos, y que no poco fomentaba la rivalidad
suscitada contra ellos. Sin embargo, esta instrucción casi estaba reducida a las
materias del foro y eclesiásticas, y se limitaba a México y a las capitales de los
obispados en que había colegios. Durante muchos años no hubo otro establecimiento
de enseñanza pública que la Universidad de México, que fue distinguida por los
reyes de España con todos los privilegios que tenía la de Salamanca, y muy
favorecida por los virreyes. Los jesuitas, que llegaron a México en 1572,
fundaron, según su Instituto, colegios en varias ciudades principales en que se
establecieron, y más tarde se abrieron en las capitales de los obispados los
seminarios, en virtud de lo mandado en el Concilio de Trento. Pero en los colegios
de la Compañía fue donde se dio mayor extensión a la enseñanza, pues además de la
filosofía y la teología se cultivaban en ellos las bellas letras, y muchas
composiciones latinas en prosa y en verso que nos quedan de los discípulos que en
ellos se formaron prueban el buen gusto que se les inspiraba en las lecciones que
recibían. La expulsión de los religiosos de esta orden en 1767 causó un atraso
muy considerable en la ilustración, pues con ellos cesaron los colegios que tenían
a su cargo y, aunque algunos siguieron administrados por el gobierno, estuvieron
lejos de conservar el lustre que tenían. los jesuitas, por sus principios
religiosos y políticos, hubieran hecho más duradera la dependencia de la
metrópoli; pero también la independencia hecha con mayor instrucción en la clase
alta y media de la sociedad hubiera sido más fructuosa.
Había también colegios a cargo de los
franciscanos, pero eran únicamente para las ciencias eclesiásticas y nunca
tuvieron gran nombradía. Reducidos, pues, los estudios a la filosofía, como
estudio preparatorio; a la teología, leyes y medicina, esta última poco apreciada,
se dedicaban a ellos los que los consideraban como una carrera lucrativa; más la
gente acomodada no veía necesidad de instruirse, y dejando el cultivo de las
letras a los eclesiásticos y a los abogados, que se llamaban exclusivamente
"letrados", en vez de buscar en el adorno del espíritu la más noble ocupación, o
por lo menos una honesta distracción y entretenimiento, se abandonaba al juego y
a la disipación, o pasaba su tiempo en la ociosidad y la ignorancia: sólo algunos
pocos individuos aplicados adquirían instrucción en la historia y otros ramos, en
virtud de lectura y estudios privados, que se dificultaban por la escasez y alto
precio de los libros, y aunque en las facultades que se enseñaban hubiese habido
hombres muy distinguidos, especialmente entre los eclesiásticos, para quienes las
canonjías de oposición eran un fuerte incentivo al estudio, en general era grande
la ignorancia en materias políticas y aun en la geografía y otras ciencias
elementales. Sin embargo, lo que se estudiaba era bien y sólidamente y en esta
parte, cuanto en tiempos posteriores ha podido aventajarse en superficie, se ha
perdido en profundidad: especialmente el clero, y en esto todavía más el regular
que el secular ha tenido desde aquel tiempo un atraso notable. Las ciencias
exactas útiles para la minería se cultivaban en el seminario de este nombre de
muy reciente fundación, pero aunque este establecimiento fue fomentado con
especial empeño y produjo algunos pocos hombres distinguidos, nunca su utilidad
ha correspondido al gasto que en él se ha erogado, y lo mismo sucedió con la
Academia de las Bellas Artes, fundada en el reinado de Carlos III, pudiendo
decirse que hubo buenos pintores antes que hubiese escuela en que se formasen, y
que dejó de haberlos desde que ésta se estableció.
La clase española era pues la predominante en
Nueva España, y esto no por su número, sino por su influjo y poder, y como el
número menor no puede prevalecer sobre el mayor en las instituciones políticas
sino por efecto de los privilegios de que goce, las leyes habían tenido por
principal objeto asegurar en ella esta prepotencia. Ella poseía casi toda la
riqueza del país; en ella se hallaba la ilustración que se conocía; ella sola
obtenía todos los empleos y podía tener armas, y ella sola disfrutaba de los
derechos políticos y civiles. Su división entre europeos y criollos fue la causa
de las revoluciones de que voy a ocuparme: los criollos destruyeron a los europeos,
pero los medios que para este fin pusieron en acción minaron también la parte de
poder que ellos tenían. En cuanto a su número y proporción en la totalidad de la
población de la Nueva España, no es posible determinarlo, y es menester limitarse
a meras aproximaciones, en cuyo punto difieren notablemente los autores que han
tratado esta materia. El barón de Humboldt regula que había en el año de 1804 16
blancos por cada 100 habitantes. El doctor Mora hace subir esta proporción hasta
la mitad, en lo que padece manifiesta equivocación, bastando para convencerse el
echar una simple ojeada sobre la masa de la población, en especial fuera de las
ciudades populosas y en los campos, además, que siendo fundado el cálculo de
Humboldt en buenos datos, todas las circunstancias que desde entonces han
intervenido han debido producir una disminución notable y no un aumento en la
proporción de la población blanca, tales como la emigración o destrucción de
porción de familias de esta clase por la expulsión de los españoles; la ruina de
las fortunas que estaban en sus manos y pasaban a sus hijos, y la venida de
extranjeros a ocupar el lugar de aquellos que no se radican en el país, sino que,
a diferencia de los españoles, lo abandonan luego que han hecho fortuna en él,
creo, pues, que atendidas todas estas razones, la población blanca ni era ni es
en la actualidad más de la quinta parte de la total del país. Los otros cuatro
quintos pueden considerarse distribuidos por mitad entre los indios y las castas,
y en esta razón, de los 6 000 000 a que podía ascender la población total de la
Nueva España en 1808, 1 200 000 eran de la raza española, inclusos 70 000
españoles europeos; 2 400 000 indios, y otros tantos de castas.
Las leyes habían hecho de los indios una
clase muy privilegiada y separada absolutamente de las demás de la población. La
protección especial que se les dispensó provino de la opinión que de ellos se
formaron, en el tiempo en que fueron descubiertas y ocupadas por los españoles las
Islas Antillas y las playas de costa firme, tanto sus enemigos como sus amigos y
defensores. Los primeros pretendían que eran incapaces de razón e inferiores a la
especie humana, por lo que querían condenarlos a perpetua esclavitud; los que
sostenían lo contrario estaban de acuerdo con aquéllos en cuanto a la inferioridad,
respecto a las razas del antiguo continente, por su escasa capacidad moral y
debilidad de sus fuerzas físicas; pero de esto deducían que necesitaban ser
protegidos contra las violencias y artificios de aquéllas. Esta inferioridad en
que estaban todos conformes dio motivo a que se calificasen los españoles y castas
con el nombre de gente de razón, como si los indios careciesen de ella, y fue
también el origen de la traslación de gran numero de los negros de África a los
nuevos establecimientos; que promovió con empeño el padre Casas, tan celoso
abogado de los indios, para eximir a éstos de los duros trabajos en que los
empleaban los conquistadores, sustituyendo en su lugar los africanos, que son de
una constitución mucho más fuerte y vigorosa. Esto también fue lo que movió a los
reyes de España, cuyas intenciones siempre fueron las de conservar y proteger a
los indios, a hacer en su favor esta legislación, que puede decirse toda de
excepciones y privilegios. Se les autorizó desde luego a conservar las leyes y
costumbres que antes de la Conquista tenían, para su buen gobierno y policía, con
tal que no fuesen contrarias a la religión católica, reservándose los reyes la
facultad de añadir lo que tuviesen por conveniente. Se mandó y reiteró
continuamente que fuesen tratados como hombres libres y vasallos dependientes de
la corona de Castilla. Por libertar su sencillez de los fraudes de los españoles
se declararon en su favor, como en el de las iglesias, los privilegios de menores:
no estaban sujetos al servicio militar, ni al pago de diezmos y contribuciones,
fuera de un moderado tributo personal que pagaban una vez al año, una parte de la
cual se invertía en la manutención de hospitales destinados a su socorro, y del
que estaban exentos los tlaxcaltecas, los caciques, las mujeres, los niños,
enfermos y ancianos, no se les cobraban derechos en sus juicios, que debían ser a
"verdad sabida", para evitar dilaciones y costos; tenían abogados, obligados por
la ley a defenderlos de balde; los fiscales del rey eran sus protectores natos;
la inquisición no les comprendía y en lo eclesiástico tenían también muchos y
considerables privilegios. Vivían en poblaciones separadas de los españoles,
gobernados por sí mismos, formando municipalidades que se llamaban repúblicas, y
conservaban sus idiomas y trajes peculiares. Se ocupaban especialmente de la
labranza, ya como jornaleros en las fincas de los españoles, ya cultivando las
tierras propias de sus pueblos, que se les repartían en pequeñas porciones por
una moderada renta que se invertía en los gastos de la Iglesia y otros de utilidad
general, cuyo sobrante se depositaba en las cajas de comunidad. Todo esto hacía de
los indios una nación enteramente separada: ellos consideraban como extranjeros a
todo lo que no era ellos mismos, y como no obstante sus privilegios eran vejados
por todas las demás clases, a todas las miraban con igual odio y desconfianza.
Los mestizos, como descendientes de españoles,
debían tener los mismos derechos que ellos, pero se confundían en la clase general
de castas. De éstas, las derivadas de sangre africana eran reputadas infames de
derecho, y todavía más, por la preocupación general que contra ellas prevalecía.
Sus individuos no podían obtener empleos; aunque las leyes no lo impedían, no eran
admitidos a las órdenes sagradas; les estaba prohibido tener armas, y a las
mujeres de esta clase el uso del oro, sedas, mantos y perlas; los de la raza
española que con ellas se mezclaban por matrimonios, cosa que era muy rara sino
en artículo de muerte, se juzgaba que participaban de la misma infamia; y lo que
sería de admirar si los hombres y sus leyes no presentasen a cada paso las más
notables contradicciones, estas castas, infamadas por las leyes, condenadas por
las preocupaciones, eran, sin embargo, la parte más útil de la población. Los
hombres que a ellas pertenecían endurecidos por el trabajo de las minas,
ejercitados en el manejo del caballo, eran los que proveían de soldados al
ejercito, no sólo en los cuerpos que se componían exclusivamente de ellos, como
los de pardos y morenos de las costas, sino también a los de línea y milicias
disciplinadas del interior, aunque éstos, según las leyes, debiesen componerse de
la raza española; de ellos también salían los criados de confianza en el campo y
aun en las ciudades; ellos, teniendo mucha facilidad de comprensión, ejercían
todos los oficios y las artes mecánicas, y en suma puede decirse que de ellos era
de donde se sacaban los brazos que se empleaban en todo. Careciendo de toda
instrucción, estaban sujetos a grandes defectos y vicios, pues con ánimos
despiertos y cuerpos vigorosos, eran susceptibles de todo lo malo y todo lo bueno…
La distribución de estas diversas clases de
habitantes en la vasta extensión del territorio de la Nueva España dependía de la
población que existía antes de la Conquista, del progreso sucesivo de los
establecimientos españoles, del clima y del género de industria propio de cada
localidad. La población indígena predominaba en las intendencias de México, Puebla,
Oaxaca, Veracruz y Michoacán, situadas en lo alto de la cordillera y en sus
declives hacia ambos mares, que habían formado las antiguas monarquías mexicana,
mixteca y michoacana. En las costas de uno y otro mar, y en todos aquellos climas
calientes en que se produce la caña de azúcar y demás frutos de los trópicos,
abundaban los negros, y mucho más que éstos, porque su introducción había cesado
hacía años, los mulatos y otras mezclas de origen africano, procedentes de los
esclavos introducidos para el cultivo de aquellas plantas, de los cuales unos
permanecían en el estado de esclavitud y los otros, aunque libres, se quedaban
casi siempre en las fincas a las cuales habían pertenecido. El mismo origen
reconocían los mulatos, que había en gran número en México y otras ciudades
populosas. En las provincias que ocuparon las tribus vagantes de los chichimecas
y otros salvajes, en las que la dominación española se fue extendiendo lentamente,
más bien que sujetando, destruyendo o arrojando hacia el norte a los antiguos
habitantes, como en las intendencias de San Luis Potosí, Durango y otras en
aquella dirección, la población era de la raza española, ocupada todavía en
rechazar los ataques de las tribus salvajes que subsistían independientes.
Los españoles europeos residían
principalmente en la capital, en Veracruz, en las poblaciones principales de las
provincias, en especial en las de minas, sin dejar de hallarse también en las
poblaciones menores y en los campos, y de éstos sobre todo en los climas calientes,
en las haciendas de caña, cuya industria estaba casi exclusivamente en sus manos.
Los criollos seguían la misma distribución que los europeos, aunque
proporcionalmente. abundaban más en las poblaciones pequeñas y en los campos, lo
que procedía de estar en sus manos las magistraturas y curatos de menos
importancia, y ser más bien propietarios de fincas rústicas que ocuparse del
comercio y otros giros propios de las ciudades grandes…
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