Programa de Cómputo para la Enseñanza: Cultura y Vida Cotidiana: 1920-1940

Historia de México II Primera Unidad: Crisis del Porfiriato y México Revolucionario 1900-1920

La Producción Literaria de 1900 a 1920

Propósitos: Valorar el impacto sociocultural de la Revolución Mexicana, así como la diversidad de grupos sociales y regionales participantes en ella

Humberto Domínguez Chávez. Mayo de 2013

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La Novela de la Revolución

 

Sobre los inicios de este estilo literario, apunta Glantz (1989) que existe acuerdo en concederle a Mariano Azuela este privilegio, mientras que ubicaríamos a Heriberto Frías (1870-1925) como su principal antecesor con su relato Tomóchic [1906], que ubica los inicios de los movimientos armados en contra del Profiriato. Para algunos críticos literarios como Adalbert Dessau, comenta Glantz, la novela de la revolución expresa el repudio a la literatura producida durante el Porfiriato, considerada como la bohemia superficialidad del modernismo. Con lo que la novela revolucionaria siguió los cánones de la novela naturalista francesa, para incursionar por los caminos de un realismo critico.

 

De tal manera que podemos ubicar, dentro este formato literario, algunas de las primeras obras de Azuela, como Andrés Perez, Maderista [1911], que escribió al iniciarse el movimiento dirigido por Francisco I. Madero; además de otras novelas que escribió durante el desarrollo del Constitucionalismo, como: Los caciques [1914], y Los de abajo; esta última escrita en 1915 y publicada en 1916 en El Paso, Texas, durante su destierro debido a su participación con el movimiento Villista. Posteriormente Azuela publicó diversas obras, escritas durante el gobierno de Venustiano Carranza, como: Las moscas, Domitilo quiere ser diputado y Las tribulaciones de una familia decente, todas ellas publicadas en 1918.

 

Heriberto Frias

Mariano Azuela

Martin Luis Guzmán

Rafael F. Muñoz

Francisco L. Urquizo

 

 

Sobre el desarrollo y los motivos de sus autores para escribir la novela de la revolución, comenta Glantz que estos relatos se generaron debido a la necesidad de algunos escritores por analizar el pasado histórico, en momentos en que el desarrollo de su propia existencia los urgía a expresar sus vivencias, y las de sus contemporáneos, en un México en donde aún se desarrollaban los conflictos de la lucha armada y el propio movimiento revolucionario iniciaba su proceso de hacerse gobierno.

 

Estas obras se multiplicaron, escritas por testigos o actores del conflicto, desde la perspectiva de las diversas facciones en discordia, que presentan las visiones de autores que fueron anarcosindicalistas como Ricardo Flores Magón; maderistas como Azuela; villistas como Martín Luis Guzmán (1887-1976): El águila y la serpiente [1928] o La sombra del caudillo [1929], o Rafael F. Muñoz (1899-1972): ¡Vámonos con Pancho Villa! [1931] o Memorias de Pancho Villa [1935]; carrancistas como Francisco L. Urquizo (1891-1969): Memorias de campaña [1920]; incluso la visión desde la perspectiva del orozquismo presentada por Muñoz en Se llevaron el cañón para Bachimba [1941]; además de la perspectiva desde el campo de las tropas federales como lo presenta Urquizo en su obra Tropa vieja [1935], para mencionar sólo a algunos autores.

Villa en Ojinaga [1913]

 

Zacatecas [1914]

 

 

Sobre la cronología de la novela revolucionaria, comenta Glantz que es difícil de determinar su terminación, como estilo literario, ya que algunos ubican este tipo de obras hasta la aparición de la novela de José Revueltas (1914-1976): El luto humano [1943]. Otros más con la aparición de la novela de Agustín Yáñez (1904-1980): Al filo del Agua [1947]; incluso algunos señalan la publicación de las obras de Juan Rulfo (1918-1986): El Llano en llamas [1953] o Pedro Páramo [1955]. Otros más apuntan la obra de Carlos Fuentes (1928-2012): La muerte de Artemio Cruz [1962], o la parodia realizada por Jorge Ibargüengoitia (1928-1983): Los relámpagos de agosto [1964], sobre la novela La sombra del caudillo de Martín Luis Guzmán]; incluso, se ha señalado que las novelas indigenistas de Ricardo Pozas: Juan Perez Jolote [1948], y Balún Canán [1957] de Rosario Castellanos (1925-1974), se integran como obras de esta forma literaria.

 

Sobre este asunto relativo a la cronología, Glantz refiere el juicio de Antonio Castro Leal:

 

…por novela de la Revolución Mexicana hay que entender el conjunto de obras narrativas, de una extensión mayor que el simple cuento largo, inspirado en las acciones militares y populares, así como en los cambios políticos y sociales que trajeron consigo los diversos movimientos (pacíficos y violentos) de la Revolución que principia con la rebelión maderista el 20 de noviembre de 1910, y cuya etapa militar puede considerarse que termina con la caída y muerte de Venustiano Carranza, el 21 de mayo de 1920 ... [Glantz, 1989]

 

Sobre su contenido, que para algunos tiene una validez de fuente histórica, Glantz comenta que:

 

…la mayor parte de los textos se ocupan del derrocamiento de Huerta, el enemigo común, y luego, de las disidencias entre Carranza, Zapata y Villa, y muchas de las novelas tienen como personaje principal directo o indirecto al Jefe de la División del Norte.

 

Heriberto Frias Tomóchic [1906] (Fragmento)

 

Capítulo II. Qué linda

Detúvose Mercado en el umbral de la puerta del fonducho al oír una tenaz y confusa algarabía de voces, gritos y carcajadas, mezclados a un agradable estrépito de vajilla removida y de cubiertos chocando con la loza de los platos y el cristal de las copas.

Mas no dejó de intimidarse un poco, viendo, ante larga mesa, instalados a quince o veinte militares desconocidos para él, uniformados de dril, de rostros ennegrecidos y sucios, hablando los más, comiendo y bebiendo todos.

Era aquello más bien una tienda, lleno el armazón de botellas vacías, sirviendo de mesa el mostrador cubierto con un grasiento mantel, atestado de platos y de cascos de cerveza.

Había allí oficiales del Quinto Regimiento, del Undécimo Batallón y del Cuerpo de Seguridad Pública del Estado de Chihuahua, y pudo comprender Miguel, al momento, que eran jefes, por lo que dijo a Gerardo:

- Oye, tú; aquí hay muchos superiores; - pero aquél lo arrastró, tomándole del brazo. Y como la mesa era extensa y había amplio hueco cerca de un extremo, se sentaron allí, gritando el tenientito chaparrón:

- ¡Cuca, dos comidas!

La llegada de los jóvenes pasó inadvertida; y Miguel, pensativo, prestó oído a la conversación que animábase ruidosamente, a medida que el hambre se satisfacía.

Después de pasear su vista por los rostros plácidos reconoció a Castorena, sub teniente también del Noveno Batallón, a quien juzgaba él su mayor enemigo.

Era un adolescente rechoncho, cabezota de ensortijados cabellos azafranados y voz cavernosa, a quien, sin motivo, odiaba cordialmente.

Ya se comía menos, pero se bebía y se hablaba más. Y Castorena, un poco ebrio, relampagueante, improvisaba brindis en verso, que unos cuantos oficiales aplaudían, en tanto que la charla continuaba entre otros camaradas menos alegres. Y dos criadas, altas y blancas, vestidas de percal claro y con mascadas rojas en el cuello, iban y venían muy atareadas, llevando los platos o botellas de cerveza.

- Lo que es ahora sí -declaraba un teniente del Onceno Batallón, de enormes bigotes grises y cara de corsario-, ahora va en serio el negocio; todo está muy bien combinado; somos muchos; les vamos a hacer pedacitos; cuestión, a lo más, de una hora ... ¡ni el polvo nos ven!

- De veinte minutos, compañero -acentuó un mayor-; el coronel Torres, que viene de Sonora con cien hombres del Duodécimo Batallón y con sus pimas, indios muy buenos para el pleito y que conocen muy bien la sierra, nos va a ayudar.

Y se puso a referir al capitán del Noveno que tenía al frente, las causas de la derrota del día dos de septiembre: ningún plan bien concebido; completo desconocimiento del terreno; y, sobre todo, la traición incomprensible de Santa Ana Pérez, quien con más de sesenta hombres de la fuerza del Estado de Chihuahua, se pasó -decían- cínicamente al enemigo.

- Pero oiga usted, mi mayor -exclamó Castorena, poniéndose grave- ¿qué, son tan terribles esos hombres? En todas partes, desde Chihuahua, no nos hablan de otra cosa, al grado de decir algunos que no les entran las balas.

- Son terribles, compañero; conocen su carabina Winchester a las mil maravillas; han sostenido desde niños un eterno combate contra los apaches y los bandidos; pueden correr vendados por la sierra sin dar un mal paso, pero son excesivamente ignorantes y altaneros. No se ha cuidado de ilustrarlos y quieren independerse de los dos poderes a los cuales hasta hoy han obedecido: el Clero y el Gobierno. Están bajo una obsesión imbécil ... ¿quién los sugestiona ...? Desconocen toda autoridad; ya se ha querido tratar con ellos y piden imposibles. ¡Hay que acabar de una vez con ellos ...! Será cruel pero necesario: ¡Suprimirlos!

En aquel momento, Cuca, una deliciosa mujercita, gorda y risueña, de ojos negros muy bellos, llevó a Miguel y a Gerardo dos platos de humeante y sabroso caldo, que ambos empezaron a beber con sorbos estrepitosos.

Y luego hubieron de esperar con paciencia los demás platillos, escuchando las palabras del mayor, que seguía disertando sobre los enemigos a quienes iban a batir en Tomochic.

Encantóle al joven la manera razonable como se expresaba aquél; sin embargo, no se daba cuenta aún de la cuestión, no podía penetrar la causa del alzamiento obstinado de ese pueblo ignorante, y el espíritu a veces malicioso y desconfiado de Miguel entreveía algo tenebroso y podrido ...

Castorena, con el rostro purpúreo, escurriéndole la cerveza por el chaquetín empolvado, tomó un vaso lleno, y gritó, poniéndose repentinamente en pie:

Sí, señor, hay que acabar

Con el fanatismo necio.

Vamos a bailar de recio,

¡A Tomochic a triunfar!

Tan chabacano brindis entusiasmó a todos, menos a Mercado, a quien los chistes del guasón de Castorena le irritaban por demasiado toscos y soeces.

Después se brindó por los que iban como valientes a defender al Gobierno, que según el mayor significaba la causa del orden, la paz, la civilización, etc. El mayor brindó respetuosamente por el general Porfirio Díaz, por el victorioso regenerador de la Patria, etc.

Y Miguel seguía escuchando, taciturno, devorando ávidamente un trozo sanguinolento de carne asada.

Aún no se acostumbraba a aquellas reuniones alegres tan frecuentes entre camaradas arrojados de aquí para allá, repentinamente, por el destino, tal vez en vísperas de una catástrofe.

Hacía dos años que Mercado se encontraba en las más del Noveno Batallón (al que pasó del Colegio Militar, donde cursaba su tercer año de estudios para ingeniero), a causa de un drama de familia que había sacudido su estudiantil existencia de bohemio melancólico.

Episodio sencillo y cruel que había truncado para siempre todo el hermoso porvenir que soñara, y fue que su madre, casada en segundas nupcias, se había separado bruscamente del esposo que la maltrataba. Enferma y sin recursos, iba ya a entrar al hospital, pero Miguel lo impidió pasando voluntariamente al ejército, y ayudándola en su miseria con el reducido sueldo de subteniente. Quería continuar sus estudios en el cuartel en las horas francas, pero fue imposible; cayó al vicio. En vez de libros, copas. ¡Se hizo borracho!

Sufrió el contagio malsano de la pereza que engendra la existencia rutinaria y monótona de una guarnición, y no pudo abrir un libro en mucho tiempo. Sintió decaer tristemente su alto espíritu ante la rudeza de la disciplina y ante la vulgaridad de la vida del cuartel, y para resignarse se sumergió en el siniestro olvido del alcohol, solitariamente ...

Su inteligencia, su imaginación, su sentimiento, eran inútiles en las trivialidades de la vida militar. Él, que resolvía con la mayor facilidad problemas de cálculo infinitesimal, o debatía sobre cuestiones de derecho de la guerra, no podía mandar sin atrojarse un ínfimo pelotón de soldados, por lo que, en realidad, era un pésimo oficial.

Además, su constitución física era entonces muy delicada. Extremadamente flaco, pálido y nerviosísimo, con su cara larga de viejo, que era un sarcasmo en sus plenos veinte anos, y sus verdes ojos tristones, inspiraba lástima, una gran piedad despectiva.

Era una planta exótica, con su eterna melancolía entre la alegre oficialidad del batallón, compuesta de muchachos bulliciosos y calaveras, pero en general, cumplidos en el servicio, galantes, como marciales hijos del Colegio Militar.

En vano intentaba ser bromista y expansivo con ellos, que en el fondo le querían, pero que ostensiblemente le despreciaban. No podía congeniar con seres que lo satirizaban con ironías crueles y cuyas conversaciones banales le aturdían, aun reconociendo él su inferioridad como soldado.

Así fue que aquel día, mientras la francachela subía de punto entre las detonaciones de los cascos de cerveza al destaparse, él contemplaba, siempre triste, en silencio, su plato ya vacío. Le pasaron un vaso desbordante de espuma, y tuvo que brindar poniéndose en pie, diciendo tímidamente, copa en mano:

- ¡Brindo, señores, por el triunfo de las armas del Gobierno, la derrota de los revoltosos y por el orden, que es la paz y el progreso! Chocaron los vasos salpicando el tosco mantel. Y se hizo un grave silencio en la estancia humeante y calurosa, cruzado por nobles pensamientos.

En ese instante entró a la fonda una jovencita alta, cimbradora y ligera, con falda de lana guinda. Amplio chal a cuadros rojos y negros caíale en sus hombros gentilmente. Sus cabellos oscuros formaban una gruesa trenza pesada sobre el chal. No pudo Miguel ver su rostro, porque con paso rápido cruzó la estancia y penetró en la cocina.

Una criada retiró el plato vacío del oficial, poniendo en su lugar otro con frijoles, murmurándole al oído:

- Esa muchacha es de Tomochic, y dicen que es hija de San José.

Cuando Mercado iba a preguntar más, un teniente del Estado Mayor, que charlaba cerca de la puerta con la fondera Cuca, exclamó:

- Están tocando llamada de honor en el Cuartel General. ¡Vámonos!

Hubo un gran movimiento y ruido de sillas, y todos se levantaron limpiándose la boca con el mantel, después de echar el último trago de cerveza, pagando cada uno tres reales a Cuca.

Miguel, que fue el último, se acercó a la puerta de la cocina, mientras esperaba el vuelto de un billete de cincuenta centavos. Pudo oír entonces una voz de un timbre melancólico y dulce y de inflexiones cariñosas, llegando a sus oídos estas palabras, entre el ruido de los platos y cubiertos:

- Sí, don Bernardo dice que pasado mañana nos iremos a Tomochic, ¡María Santísima nos valga!

Y Mercado, corriendo un punto, es decir, alargando el cinturón de su espada, escapó, llevando la impresión luminosa y grata de la jovencita grácil, de la hija de San José, que debía marchar también a Tomochic.

Y al pensar en el ritmo de su paso, en sus fugitivas gracias y en su femenil adolescencia, una ráfaga de frescura ensanchó el oprimido pecho de Miguel bajo la hornaza de la siesta, y murmuró:

- ¡Qué linda!

 

Ricardo Flores Magón El apóstol [1911]

 

Atravesando campos, recorriendo carreteras, por sobre los espinos, por entre los guijarros, la boca seca por la sed devoradora, así va el Delegado Revolucionario en su empresa de catequismo, bajo el sol, que parece vengarse de su atrevimiento arrojando sobre él sus saetas de fuego; pero el Delagado no se detiene, no quiere perder un minuto.

De alguna que otra casuca salen, a perseguirlo, perros canijos, tan hostiles como los miserables habitantes de las casucas, que ríen estúpidamente al paso del apóstol de la buena nueva.

El Delegado avanza quiere llegar a aquel grupo de casitas simpáticas que relucen en la falda de la alta montaña, donde -se le ha dicho- hay compañeros. El calor del sol se hace insoportable; el hambre y la sed lo debilitan tanto como la fatigosa caminata; pero en su cerebro lúcido la idea se conserva fresca, límpida como el agua de la montaña, bella como una flor sobre la cual no puede caer la amenaza del tirano. Así es la idea: inmune a la opresión.

El Delegado marcha, marcha. Los campos yermos le oprimen el corazón. ¡Cuántas familias vivirían en la abundancia si esas tierras no estuvieran en manos de unos cuantos ambiciosos! El Delegado sigue su camino; una víbora suena su cascabel bajo un matorro polvoriento; los grillos llenan de rumores estridentes el caldeado ambiente; una vaca muge a lo lejos.

Por fin llega el Delegado al villorio, donde -se le ha dicho- hay compañeros. Los perros, alarmados, le ladran. Por las puertas de las casitas asoman rostros indiferentes.

Bajo un portal hay un grupo de hombres y de mujeres. El apóstol se acerca; los hombres fruncen las cejas; las mujeres le ven con desconfianza.

-Buenas tardes, compañeros- dice el Delegado.

Los del grupo se miran unos a los otros. Nadie contesta el saludo. El apóstol no se da por vencido y vuelve a decir:

-Compañeros, vengo a daros una buena noticia: la Revolución ha estallado.

Nadie le responde; nadie despega los labios; pero vuelven a mirarse unos a los otros, los ojos tratando de salirse de sus órbitas.

-Compañeros -continúa el propagandista- la tiranía se bambolea; hombres enérgicos han empuñado las armas para derribarla, y sólo se espera que todos, todos sin excepción, ayuden de cualquier manera a los que luchan por la libertad y la justicia.

Las mujeres bostezan; los hombres se rascan la cabeza; una gallina pasa por entre el grupo, perseguida por un gallo.

-Compañeros -continúa el infatigable propagandista de la buena nueva- la libertad requiere sacrificios; no tenéis satisfacciones; el porvenir de vuestros hijos es incierto. ¿Por qué os mostráis indiferentes ante la abnegación de los que se han lanzado a la lucha para conquistar vuestra dicha, para haceros libres, para que vuestros hijitos sean más dichosos que vosotros? Ayudad, ayudad como podáis; dedicad una parte de vuestros salarios al fomento de la Revolución, o empuñad las armas si así lo preferís, pero haced algo por la causa; propagad siquiera los ideales de la gran insurrección.

El Delegado hizo una pausa. Un águila pasó meciéndose en a limpia atmósfera, como si hubiera sido el símbolo del pensamiento de aquel hombre que, andando entre los cerdos humanos, se conservaba muy alto, muy puro, muy blanco.

Las moscas, zumbando, entraban y salían de la boca de un viejo que dormitaba. Los hombres, visiblemente contrariados, iban desfilando de uno en uno; las mujeres se habían archado todas. Por fin se quedó solo el Delegado en presencia del viejo que dormía su borrachera y de un perro que lanzaba furiosas tarascadas a las moscas que chupaban su sarna. Ni un centavo había salido de aquellos sordidos bolsillos, ni un trago de agua se había ofrecido a aquel hombre firmísimo, que, lanzando una mirada compasiva a aquella madriguera del egoísmo y de la estupidez, encaminose hacia otra casita. Al pasar frente a una taberna pudo ver a aquellos miserables con quienes había hablado, apurando sendos vasos de vino, dando al burgués lo que no quisieron dar a la Revolución, remachando sus cadenas, condenando a la esclavitud y a la vergüenza sus pequeños hijos, con su indiferencia y su egoísmo.

La noticia de la llegada del apóstol se había ya extendido por todo el pueblo, y, prevenidos los habitantes, cerraban las puertas de sus casas al acercarse el Delegado.

Entretanto un hombre, que por su traza debería ser un trabajador, llegaba jadeante a las puertas de la oficina de policía.

-Señor -dijo el hombre al jefe de los esbirros- ¿cuánto da usted por la entrega de un revolucionario?

-Veinte reales -dijo el esbirro.

El trato fue cerrado; Judas ha rebajado la tarifa.

Momentos después un hombre, amarrado codo con codo, era llevado a la cárcel a empellones. Caía y a puntapiés lo levantaban los verdugos entre las carcajadas de los esclavos borrachos. Algunos muchachos se complacían en echar puñados de tierra a los ojos del mártir, que no era otro que el apóstol que había atravesado campos, recorrido carreteras, por sobre los espinos, por entre los guijarros, la boca seca por la sed devoradora; pero llevando, en su cerebro lúcido, la idea de la regeneración de la raza humana por medio del bienestar y la libertad. [Regeneración, No. 19, 7 de enero 1911. Tomado de: Leal Luis (1993), Cuentos de la Revolución, México, UNAM, pp. 2-5]

 

Mariano Azuela Los de abajo (Fragmento) [1915]

 

Primera Parte I

—Te digo que no es un animal...

Oye cómo ladra el Palomo... Debe ser algún cristiano...

La mujer fijaba sus pupilas en la oscuridad de la sierra.

— ¿Y que fueran siendo federales? —repuso un hombre que, en cuclillas, yantaba en un rincón, una cazuela en la diestra y tres tortillas en taco en la otra mano.

La mujer no le contestó; sus sentidos estaban puestos fuera de la casuca.

Se oyó un ruido de pesuñas en el pedregal cercano, y el Palomo ladró con más rabia.

— Sería bueno que por sí o por no te escondieras, Demetrio.

El hombre, sin alterarse, acabó de comer; se acercó un cántaro y, levantándolo a dos manos, bebió agua a borbotones. Luego se puso en pie.

— Tu rifle está debajo del petate

—pronunció ella en voz muy baja.

El cuartito se alumbraba por una mecha de sebo. En un rincón descansaban un yugo, un arado, un otate y otros aperos de labranza. Del techo pendían cuerdas sosteniendo un viejo molde de adobes, que servía de cama, y sobre mantas y desteñidas hilachas dormía un niño. Demetrio ciñó la cartuchera a su cintura y levantó el fusil. Alto, robusto, de faz bermeja, sin pelo de barba, vestía camisa y calzón de manta, ancho sombrero de soyate y guaraches.

Salió paso a paso, desapareciendo en la oscuridad impenetrable de la noche.

El Palomo, enfurecido, había saltado la cerca del corral. De pronto se oyó un disparo, el perro lanzó un gemido sordo y no ladró más.

Unos hombres a caballo llegaron vociferando y maldiciendo. Dos se apearon y otro quedó cuidando las bestias.

—¡Mujeres..., algo de cenar!...

Blanquillos, leche, frijoles, lo que tengan, que venimos muertos de hambre.

— ¡Maldita sierra! ¡Sólo el diablo no se perdería!

— Se perdería, mi sargento, si viniera de borracho como tú...

Uno llevaba galones en los hombros, el otro cintas rojas en las mangas.

—¿En dónde estamos, vieja?...

¡Pero con unal... ¿Esta casa está sola?

—¿Y entonces, esa luz?... ¿Y ese chamaco?... ¡Vieja, queremos cenar, y que sea pronto! ¿Sales o te hacemos salir?

—¡Hombres malvados, me han matado mi perro!... ¿Qué les debía ni qué les comía mi pobrecito Palomo?

La mujer entró llevando a rastras el perro, muy blanco y muy gordo, con los ojos claros ya y el cuerpo suelto.

— ¡Mira nomás qué chapetes, sargento!... Mi alma, no te enojes, yo te juro volverte tu casa un palomar; pero, ¡por Dios!...

No me mires airada...

No más enojos...

Mírame cariñosa, luz de mis ojos, acabó cantando el oficial con voz aguardentosa.

— Señora, ¿cómo se llama este ranchito? —preguntó el sargento.

—Limón —contestó hosca la mujer, ya soplando las brasas del fogón y arrimando leña.

— ¿Conque aquí es Limón?... ¡La tierra del famoso Demetrio Macías!... ¿Lo oye, mi teniente?

Estamos en Limón.

— ¿En Limón?... Bueno, para mí... ¡plin!... Ya sabes, sargento, si he de irme al infierno, nunca mejor que ahora..., que voy en buen caballo. ¡Mira nomás qué cachetitos de morenal... ¡Un perón para morderlo!...

— Usted ha de conocer al bandido ese, señora...

Yo estuve junto con él en la Penitenciaría de Escobedo.

— Sargento, tráeme una botella de tequila; he decidido pasar la noche en amable compañía con esta morenita... ¿El coronel?... ¿Qué me hablas tú del coronel a estas horas?... ¡Que vaya mucho a...! Y si se enoja, pa mí... ¡plin!...

Anda, sargento, dile al cabo que desensille y eche de cenar.

Yo aquí me quedo...

Oye, chatita, deja a mi sargento que fría los blanquillos y caliente las gordas; tú ven acá conmigo.

Mira, esta carterita apretada de billetes es sólo para ti. Es mi gusto. ¡Figúrate! Ando un poco borrachito por eso, y por eso también hablo un poco ronco... ¡Como que en Guadalajara dejé la mitad de la campanilla y por el camino vengo escupiendo la otra mitad!...

¿Y qué le hace...? Es mi gusto.

Sargento, mi botella, mi botella de tequila. Chata, estás muy lejos; arrímate a echar un trago.

¿Cómo que no?... ¿Le tienes miedo a tu... marido... o lo que sea?... Si está metido en algún agujero dile que salga..., pa mí ¡plin!...

Te aseguro que las ratas no me estorban.

Una silueta blanca llenó de pronto la boca oscura de la puerta.

—¡Demetrio Macías! —exclamó el sargento despavorido, dando unos pasos atrás.

El teniente se puso de pie y enmudeció, quedóse frío e inmóvil como una estatua.

— ¡Mátalos! —exclamó la mujer con la garganta seca.

— ¡Ah, dispense, amigo!... Yo no sabía... Pero yo respeto a los valientes de veras.

Demetrio se quedó mirándolos y una sonrisa insolente y despreciativa plegó sus líneas.

— Y no sólo los respeto, sino que también los quiero... Aquí tiene la mano de un amigo... Está bueno, Demetrio Macías, usted me desaira... Es porque no me conoce, es porque me ve en este perro y maldito oficio... ¡Qué quiere, amigo!... ¡Es uno pobre, tiene familia numerosa que mantener!

Sargento, vámonos; yo respeto siempre la casa de un valiente, de un hombre de veras.

Luego que desaparecieron, la mujer abrazó estrechamente a Demetrio.

— ¡Madre mía de jalea! ¡Qué susto! ¡Creí que a ti te habían tirado el balazo!

— Vete luego a la casa de mi padre —dijo Demetrio. Ella quiso detenerlo; suplicó, lloró; pero él, apartándola dulcemente, repuso sombrío:

—Me late que van a venir todos juntos.

— ¿Por qué no los mataste?

—¡Seguro que no les tocaba todavía!

Salieron juntos; ella con el niño en los brazos.

Ya a la puerta se apartaron en opuesta dirección. La luna poblaba de sombras vagas la montaña.

En cada risco y en cada chaparro, Demetrio seguía mirando la silueta dolorida de una mujer con su niño en los brazos.

Cuando después de muchas horas de ascenso volvió los ojos, en el fondo del cañón, cerca del río, se levantaban grandes llamaradas.

Su casa ardía...
[Azuela Mariano, Los de abajo, México Buenos Aires, 2007, FCE]

 

Francisco L. Urquizo Memorias de campaña (Fragmento) [1920]

 

Al toque de diana el batallón ya había tomado una tasa de café caliente y salíamos al campo de instrucción en las cercanías de la ciudad. Primero se les enseño a conocer y manejar su arma: accionarla, limpiarla, apuntar y disparar sin cartuchos; aprovisionarla de municiones y descargarla de ellas. Después a tirar sobre blancos a corta distancia y apuntando cuidadosamente.

[...] Su equipo se adquirió en la vecina población de Eagle Pass: Sombrero texano, camisola y pantalón caqui, zapatos fuertes, una cobija, una juego de ánfora de aluminio con una taza, un plato, una cuchara y un tenedor; una bolsa grande de lona para llevar ropa y provisiones, cartucheras y portafusiles de cuero para las carabinas, correas para amarrar las cobijas terciadas sobre el cuerpo durante las marchas y un trozo de lona para amasar la harina y hacerse ellos mismos las tortillas. Se adquirieron cornetas y tambores para formar la banda, algunas tiendas de campaña para los oficiales y peroles y tasas para cocinar.

[...] El flamante batallón de zapadores, por mi conducto, pidió al Primer Jefe la oportunidad de demostrar su eficiencia y el señor Carranza gustoso accedió a ello.

[...] El primer hecho de armas en que participarían el nuevo cuerpo iba a ser en Candela, Coahuila.

Mass, con una fuerte columna huertista, nos acechaba al parecer inactivo, frente a Monclova, en tanto que su colega Rubio Navarrete, con otra fuerza enemiga también numerosa, controlaba la línea ferrea de Monterrey a Laredo, con cuartel general en Lampazos, Nuevo León, su caballería, acantonada en Candela, la mandaba el celebre Dragón Federal, Teniente Coronel José Alessio Robles.

Ante la presencia de este enemigo considerable, don Jesús Carranza, que operaba en la región, se había visto precisado a evacuar el pueblo y a retirarse en observación los movimientos del enemigo, que podría intentar avanzar hacia nosotros. Rubio Navarrete y los suyos permanecían a la expectativa, sin intentar nada en nuestra contra. El Primer Jefe, resolvió dar un golpe y fue nuestro batallón el encargado.

Desde Piedras Negras fuimos trasladados por ferrocarril hasta Monclova, enseguida hasta la estación Gloria y de ahí nos acercamos a pie hasta las inmediaciones de Candela. Iban con nosotros todas las fuerzas disponibles de la región.

[...] en Monclova, punto avanzado hacia el enemigo (Mass) sólo quedaba el teniente Coronel Emilio Salinas con pocas fuerzas., en Piedras Negras, quedaba el Mayor Gabriel Calzada con escasa guarnición.

[...] Al amanecer se dio la orden de ataque y el batallón se lanzó impetuosamente al combate con un fuego nutrido. Junto con el batallón de zapadores también atacó por el lado opuesto el escuadrón Vázquez, que mandaba el intrépido Pancho Vazquez.

Sonaba la fusilería y traqueteaban las ametralladoras nuestras que manejaba Bruno Gloria. El estruendo de las garnadas de los zapadores daba al ataque un vigor extraordinario, sin duda alguna pavoroso para el enemigo refugiado en el cuartel y con sus ametralladoras emplazadas en las torres de la iglesia, disparando sin causar daño alguno a nuestra gente, ya que toda ella habíase colocado dentro de los angulos muertos del fuego de las piezas enemigas. En unos instantes, estábamos ya todos nosotros frente al propio cuartel y lo rodeábamos. [Urquizo Francisco L. (1920), Memorias de Campaña, México, FCE, 1971, pp. 39-40. Tomado de: Lozoya Reyes Rigoberto (s/f), El movimiento Constitucionalista en Piedras Negras 1913]

 

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Tópico: La Producción Literaria de 1900 a 1920

Conocimiento de sucesos, obras y conceptos literarios

Crucigrama sobre sucesos, obras y conceptos literarios

Identificación de obras literarias del período, con base en sus elementos culturales y de vida cotidiana

 

 

 

Trabajo de investigación a realizar fuera del aula