Programa de Cómputo para la Enseñanza: Cultura y Vida Cotidiana: 1940-1970

Historia de México II Tercera Unidad: Modernización Económica y Consolidación del Sistema Político 1940-1970

La producción literaria de 1940 a 1970

Abril de 2012

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Revista Cuadernos Americanos

 

En este contexto de intercambio cultural, y ante la situación crítica del mundo en guerra de aquellos días, un grupo de intelectuales mexicanos y españoles se dio a la tarea de crear un medio de discusión sobre la problemática que planteaba la persistencia de la cultura, en especial la del Nuevo Mundo, mediante la publicación de la revista Cuadernos Americanos, en 1942; que sería coordinada por los intelectuales nacionales Alfonso Caso (1896-1970), Daniel Cosío Villegas (1898-1976), Mario de la Cueva (1901-1981), Manuel Martínez Báez (1894-1987), Alfonso Reyes (1889-1959) y Jesús Silva Herzog (1892-1985); además de los españoles Pedro Bosch Gimpera (1891-1974), Eugenio Imaz (1900-1951), Juan Larrea (1895-1980) y Agustín Millares (1893-1980), entre otros; quienes divulgarían una multitud de ensayos en varios campos de especialización, como la literatura y antropología, incluyendo temas de economía, medicina, historia y sociología.

 

En esta década se incrementaría la producción de cuentistas, que prefirieron los temas campiranos como Juan José Arreola (1918-2001): Hizo el bien mientras vivió [1943]; Macario [1943], de Juan Rulfo (1917-1986); Páramo [1944] de Rubén Salazar Mallén (1905-1986); y Yo, como pobre [1945] de Magdalena Mondragón (1913-1989), entre otros.

Jesús Reyes Heroles, Jorge Gurría Lacroix y Alfonso Caso

 

Leopoldo Zea En torno a una filosofía americana [1942]

Cuadernos Americanos, No. 3, mayo-junio, 1942: 63-78

Hace algunos años un joven maestro mexicano lanzaba al público un libro que causó expectación. Este joven maestro es Samuel Ramos y el libro es El perfil del hombre y la cultura en México. En este libro se hacía un primer ensayo de interpretación de la cultura en México. La cultura mexicana era motivo de una interpretación filosófica. La filosofía descendía del mundo de los entes ideales hacia un mundo de entes concretos como lo es México, símbolo de hombres que viven y mueren en sus ciudades y sus campos. Esta osadía fue calificada despectivamente de literatura. La filosofía no podía ser otra cosa que un ingenioso juego de palabras tomadas de una cultura ajena, a las que por supuesto faltaba un sentido, el sentido que tenían para dicha cultura.

Años más tarde otro maestro, esta vez un argentino, Francisco Romero, hacía hincapié en la necesidad de que Iberoamérica se empezase a preocupar por los temas que le son propios, por la necesidad de ir a la historia de su cultura y sacar de ella los temas de una nueva preocupación filosófica. Sólo que esta vez su exhortación se apoyaba en una serie de fenómenos culturales que señala en un artículo titulado "Sobre la filosofía en Iberoamérica." En este artículo nos muestra cómo el interés por los temas filosóficos en Iberoamérica ha ido creciendo día a día. El gran público sigue y solicita con interés los trabajos de tipo o índole filosófica, de donde han surgido numerosas publicaciones: libros, revistas, artículos de periódico, etc.; así como la formación de institutos o centros de estudios filosóficos donde se practica tal actividad. Este interés por la filosofía aparece en contraste con otras épocas en las cuales dicha actividad era labor de unos cuantos e incomprendidos hombres. Labor que no trascendía el cenáculo o la cátedra. Ahora se ha llegado a lo que Romero llama una "etapa de normalidad filosófica", es decir, a una etapa en que el ejercicio de la filosofía es visto como función ordinaria de la cultura al igual que otras actividades de índole cultural. El filósofo deja de ser un extravagante que nadie pretende entender para convertirse en un miembro de la cultura de su país. Se establece una especie de "clima filosófico", es decir, una opinión pública que juzga sobre la creación filosófica, obligando a ésta a preocuparse por los temas que agitan a quienes forman la llamada "opinión pública".

Ahora bien, hay un tema que preocupa no sólo a unos cuantos hombres de nuestro Continente, sino al hombre americano en general. Este tema es el de la posibilidad o imposibilidad de una Cultura Americana, y como aspecto parcial del mismo, el de la posibilidad o imposibilidad de una Filosofía Americana. Podrá existir una Filosofía Americana si existe una Cultura Americana de la cual dicha filosofía tome sus temas. De que exista o no una Cultura Americana, depende el que exista o no una Filosofía Americana. Pero el plantearse y tratar de resolver tal tema, independientemente de que la respuesta sea afirmativa o negativa, es ya hacer filosofía americana puesto que trata de contestar en forma afirmativa o negativa una cuestión americana. De donde trabajos como el de Ramos, Romero y otros que sobre tal tema se hagan, cualesquiera que sean sus conclusiones, son ya filosofía americana.

El tema de la posibilidad de una Cultura Americana, es un tema impuesto por nuestro tiempo, por la circunstancia histórica en que nos encontramos. Antes de ahora el hombre americano no se había hecho cuestión de tal tema porque no le preocupaba. Una Cultura Americana, una cultura propia del hombre americano era un tema intranscendente, América vivía cómodamente a la sombra de la Cultura Europea. Sin embargo, esta cultura se estremece en nuestros días, parece haber desaparecido en todo el Continente Europeo. El hombre americano que tan confiado había vivido se encuentra con que la cultura en la cual se apoyaba le falla, se encuentra con un futuro vacío; las ideas a las cuales había prestado su fe se transforman en artefactos inútiles, sin sentido, carentes de valor para los autores de las mismas. Quien tan confiado había vivido a la sombra de un árbol que no había plantado, se encuentra en la intemperie cuando el plantador lo corta y echa al fuego por inútil. Ahora tiene que plantar su propio árbol cultural, hacer sus propias ideas; pero una cultura no surge de milagro, la semilla de tal cultura debe tomarse de alguna parte, debe ser de alguien. Ahora bien—y éste es el tema que preocupa al hombre americano—¿de dónde va a tomar esta semilla? Es decir, ¿qué ideas va a desarrollar? ¿a qué ideas va a prestar su fe? ¿Continuará prestando su fe y desarrollando las ideas heredadas de Europa? o ¿existe un conjunto de ideas y temas a desarrollar propios de la circunstancia americana? O bien, ¿habrá que inventar estas ideas? En una palabra, se plantea el problema de la existencia o inexistencia de ideas propias de América, así como el de la aceptación o no de las ideas de la Cultura Europea ahora en crisis. Más concretamente, el problema de las relaciones de América con la Cultura Europea, y el de la posibilidad de una ideología propiamente americana.

 

Octavio Paz El laberinto de la soledad [1950] (Fragmento)

Primera edición en Cuadernos Americanos

I. El pachuco y otros extremos

A todos, en algún momento, se nos ha revelado nuestra existencia como algo particular, intransferible y precioso. Casi siempre esta revelación se sitúa en la adolescencia. El descubrimiento de nosotros mismos se manifiesta como un sabernos solos; entre el mundo y nosotros se abre una impalpable, transparente muralla: la de nuestra conciencia. Es cierto que apenas nacemos nos sentimos solos; pero niños y adultos pueden trascender su soledad y olvidarse de sí mismos a través de juego o trabajo. En cambio, el adolescente, vacilante entre la infancia y la juventud, queda suspenso un instante ante la infinita riqueza del mundo. El adolescente se asombra de ser. Y al pasmo sucede la reflexión: inclinado sobre el río de su conciencia se pregunta si ese rostro que aflora lentamente del fondo, deformado por el agua, es el suyo. La singularidad de ser —pura sensación en el niño— se transforma en problema y pregunta, en conciencia interrogante.

…Pero así como el adolescente no puede olvidarse de sí mismo —pues apenas lo consigue deja de serlo— nosotros no podemos sustraernos a la necesidad de interrogarnos y contemplarnos. No quiero decir que el mexicano sea por naturaleza crítico, sino que atraviesa una etapa reflexiva. Es natural que después de la fase explosiva de la Revolución, el mexicano se recoja en sí mismo y, por un momento, se contemple. Las preguntas que todos nos hacemos ahora probablemente resulten incomprensibles dentro de cincuenta años. Nuevas circunstancias tal vez produzcan reacciones nuevas.

No toda la población que habita nuestro país es objeto de mis reflexiones, sino un grupo concreto, constituido por esos que, por razones diversas, tienen conciencia de su ser en tanto que mexicanos. Contra lo que se cree, este grupo es bastante reducido. En nuestro territorio conviven no sólo distintas razas y lenguas, sino varios niveles históricos. Hay quienes viven antes de la historia; otros, como los otomíes, desplazados por sucesivas invasiones, al margen de ella. Y sin acudir a estos extremos, varias épocas se enfrentan, se ignoran o se entredevoran sobre una misma tierra o separadas apenas por unos kilómetros. Bajo un mismo cielo, con héroes, costumbres, calendarios y nociones morales diferentes, viven "católicos de Pedro el Ermitaño y jacobinos de la Era Terciaria". Las épocas viejas nunca desaparecen completamente y todas las heridas, aun las más antiguas, manan sangre todavía. A veces, como las pirámides precortesianas que ocultan casi siempre otras, en una sola ciudad o en una sola alma se mezclan y superponen nociones y sensibilidades enemigas o distantes.4

La minoría de mexicanos que poseen conciencia de sí no constituye una clase inmóvil o cerrada. No solamente es la única activa —frente a la inercia indoespañola del resto— sino que cada día modela más el país a su imagen. Y crece, conquista a México. Todos pueden llegar a sentirse mexicanos. Basta, por ejemplo, con que cualquiera cruce la frontera para que, oscuramente, se haga las mismas preguntas que se hizo Samuel Ramos en El perfil del hombre y la cultura en México. Y debo confesar que muchas de las reflexiones que forman parte de este ensayo nacieron fuera de México, durante dos años de estancia en los Estados Unidos. Recuerdo que cada vez que me inclinaba sobre la vida norteamericana, deseoso de encontrarle sentido, me encontraba con mi imagen interrogante. Esa imagen, destacada sobre el fondo reluciente de los Estados Unidos, fue la primera y quizá la más profunda de las respuestas que dio ese país a mis preguntas. Por eso, al intentar explicarme algunos de los rasgos del mexicano de nuestros días, principio con esos para quienes serlo es un problema de verdad vital, un problema de vida o muerte.

… La existencia de un sentimiento de real o supuesta inferioridad frente al mundo podría explicar, parcialmente al menos, la reserva con que el mexicano se presenta ante los demás y la violencia inesperada con que las fuerzas reprimidas rompen esa máscara impasible. Pero más vasta y profunda que el sentimiento de inferioridad, yace la soledad. Es imposible identificar ambas actitudes: sentirse solo no es sentirse inferior, sino distinto. El sentimiento de soledad, por otra parte, no es una ilusión —como a veces lo es el de inferioridad— sino la expresión de un hecho real: somos, de verdad, distintos. Y, de verdad, estamos solos.

No es el momento de analizar este profundo sentimiento de soledad —que se afirma y se niega, alternativamente, en la melancolía y el júbilo, en el silencio y el alarido, en el crimen gratuito y el fervor religioso—. En todos lados el hombre está solo. Pero la soledad del mexicano, bajo la gran noche de piedra de la Altiplanicie, poblada todavía de dioses insaciables, es diversa a la del norteamericano, extraviado en un mundo abstracto de máquinas, conciudadanos y preceptos morales. En el Valle de México el hombre se siente suspendido entre el cielo y la tierra y oscila entre poderes y fuerzas contrarias, ojos petrificados, bocas que devoran. La realidad, esto es, el mundo que nos rodea, existe por sí misma, tiene vida propia y no ha sido inventada, como en los Estados Unidos, por el hombre. El mexicano se siente arrancado del seno de esa realidad, a un tiempo creadora y destructora, Madre y Tumba. Ha olvidado el nombre, la palabra que lo liga a todas esas fuerzas en que se manifiesta la vida. Por eso grita o calla, apuñala o reza, se echa a dormir cien años.

La historia de México es la del hombre que busca su filiación, su origen. Sucesivamente afrancesado, hispanista, indigenista, "pocho", cruza la historia como un cometa de jade, que de vez en cuando relampaguea. En su excéntrica carrera ¿qué persigue? Va tras su catástrofe: quiere volver a ser sol, volver al centro de la vida de donde un día —¿en la Conquista o en la Independencia?— fue desprendido. Nuestra soledad tiene las mismas raíces que el sentimiento religioso. Es una orfandad, una oscura conciencia de que hemos sido arrancados del Todo y una ardiente búsqueda: una fuga y un regreso, tentativa por restablecer los lazos que nos unían a la creación.

… Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehúso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución) […]

II. Máscaras mexicanas

Viejo o adolescente, criollo o mestizo, general, obrero o licenciado, el mexicano se me aparece como un ser que se encierra y se preserva: máscara el rostro y máscara la sonrisa. Plantado en su arisca soledad, espinoso y cortés a un tiempo, todo le sirve para defenderse: el silencio y la palabra, la cortesía y el desprecio, la ironía y la resignación. Tan celoso de su intimidad como de la ajena, ni siquiera se atreve a rozar con los ojos al vecino: una mirada puede desencadenar la cólera de esas almas cargadas de electricidad. Atraviesa la vida como desollado; todo puede herirle, palabras y sospecha de palabras. Su lenguaje está lleno de reticencias, de figuras y alusiones, de puntos suspensivos; en su silencio hay repliegues, matices, nubarrones, arco iris súbitos, amenazas indescifrables. Aun en la disputa prefiere la expresión velada a la injuria: "al buen entendedor pocas palabras". En suma, entre la realidad y su persona establece una muralla, no por invisible menos infranqueable, de impasibilidad y lejanía. El mexicano siempre está lejos, lejos del mundo, y de los demás. Lejos, también de sí mismo.

El lenguaje popular refleja hasta qué punto nos defendemos del exterior: el ideal de la "hombría" consiste en no "rajarse" nunca. Los que se "abren" son cobardes. Para nosotros, contrariamente a lo que ocurre con otros pueblos, abrirse es una debilidad o una traición. El mexicano puede doblarse, humillarse, "agacharse", pero no "rajarse", esto es, permitir que el mundo exterior penetre en su intimidad. El "rajado" es de poco fiar, un traidor o un hombre de dudosa fidelidad, que cuenta los secretos y es incapaz de afrontar los peligros como se debe. Las mujeres son seres inferiores porque, al entregarse, se abren. Su inferioridad es constitucional y radica en su sexo, en su "rajada", herida que jamás cicatriza.

El hermetismo es un recurso de nuestro recelo y desconfianza. Muestra que instintivamente consideramos peligroso al medio que nos rodea. Esta reacción se justifica si se piensa en lo que ha sido nuestra historia y en el carácter de la sociedad que hemos creado. La dureza y hostilidad del ambiente —y esa amenaza, escondida e indefinible, que siempre flota en el aire— nos obligan a cerrarnos al exterior, como esas plantas de la meseta que acumulan sus jugos tras una cáscara espinosa. Pero esta conducta, legítima en su origen, se ha convertido en un mecanismo que funciona solo, automáticamente. Ante la simpatía y la dulzura nuestra respuesta es la reserva, pues no sabemos si esos sentimientos son verdaderos o simulados. Y además, nuestra integridad masculina corre tanto peligro ante la benevolencia como ante la hostilidad. Toda abertura de nuestro ser entraña una dimisión de nuestra hombría.

Nuestras relaciones con los otros hombres también están teñidas de recelo. Cada vez que el mexicano se confía a un amigo o a un conocido, cada vez que se "abre", abdica. Y teme que el desprecio del confidente siga a su entrega. Por eso la confidencia deshonra y es tan peligrosa para el que la hace como para el que la escucha; no nos ahogamos en la fuente que nos refleja, como Narciso, sino que la cegamos. Nuestra cólera no se nutre nada más del temor de ser utilizados por nuestros confidentes —temor general a todos los hombres— sino de la vergüenza de haber renunciado a nuestra soledad. El que se confía, se enajena; "me he vendido con Fulano", decimos cuando nos confiamos a alguien que no lo merece. Esto es, nos hemos "rajado", alguien ha penetrado en el castillo fuerte. La distancia entre hombre y hombre, creadora del mutuo respeto y la mutua seguridad, ha desaparecido. No solamente estamos a merced del intruso, sino que hemos abdicado.

Todas estas expresiones revelan que el mexicano considera la vida como lucha, concepción que no lo distingue del resto de los hombres modernos. El ideal de hombría para otros pueblos consiste en una abierta y agresiva disposición al combate; nosotros acentuamos el carácter defensivo, listos a repeler el ataque. El "macho" es un ser hermético, encerrado en sí mismo, capaz de guardarse y guardar lo que se le confía. La hombría se mide por la invulnerabilidad ante las armas enemigas o ante los impactos del mundo exterior. El estoicismo es la más alta de nuestras virtudes guerreras y políticas. Nuestra historia está llena de frases y episodios que revelan la indiferencia de nuestros héroes ante el dolor o el peligro. Desde niños nos enseñan a sufrir con dignidad las derrotas, concepción que no carece de grandeza. Y si no todos somos estoicos e impasibles —como Juárez y Cuauhtémoc— al menos procuramos ser resignados, pacientes y sufridos. La resignación es una de nuestras virtudes populares. Más que el brillo de la victoria nos conmueve la entereza ante la adversidad […]

 

Alfonso Caso, Alfonso Reyes y Daniel Cosío Villegas [ca. 1940]

 

Juan José Arreola y Juan Rulfo

 

Rubén Salazar Mallén

 

Juan Rulfo Macario [1943]

Estoy sentado junto a la alcantarilla aguardando a que salgan las ranas. Anoche, mientras estábamos cenando, comenzaron a armar el gran alboroto y no pararon de cantar hasta que amaneció. Mi madrina también dice eso: que la gritería de las ranas le espantó el sueño. Y ahora ella bien quisiera dormir. Por eso me mandó a que me sentara aquí, junto a la alcantarilla, y me pusiera con una tabla en la mano para que cuanta rana saliera a pegar de brincos afuera, la apalcuachara a tablazos... Las ranas son verdes de todo a todo, menos en la panza. Los sapos son negros. También los ojos de mi madrina son negros. Las ranas son buenas para hacer de comer con ellas. Los sapos no se comen; pero yo me los he comido también, aunque no se coman, y saben igual que las ranas. Felipa es la que dice que es malo comer sapos. Felipa tiene los ojos verdes como los ojos de los gatos. Ella es la que me da de comer en la cocina cada vez que me toca comer. Ella no quiere que yo perjudique a las ranas. Pero, a todo esto, es mi madrina la que me manda a hacer las cosas... Yo quiero más a Felipa que a mi madrina. Pero es mi madrina la que saca el dinero de su bolsa para que Felipa compre todo lo de la comedera. Felipa sólo se está en la cocina arreglando la comida de los tres. No hace otra cosa desde que yo la conozco. Lo de lavar los trastes a mí me toca. Lo de acarrear leña para prender el fogón también a mí me toca. Luego es mi madrina la que nos reparte la comida. Después de comer ella, hace con sus manos dos montoncitos, uno para Felipa y otro para mí. Pero a veces Felipa no tiene ganas de comer y entonces son para mí los dos montoncitos. Por eso quiero yo a Felipa, porque yo siempre tengo hambre y no me lleno nunca, ni aun comiéndome la comida de ella. Aunque digan que uno se llena comiendo, yo sé bien que no me lleno por más que coma todo lo que me den. Y Felipa también sabe eso... Dicen en la calle que yo estoy loco porque jamás se me acaba el hambre. Mi madrina ha oído que eso dicen. Yo no lo he oído. Mi madrina no me deja salir solo a la calle. Cuando me saca a dar la vuelta es para llevarme a la iglesia a oír misa. Allí me acomoda cerquita de ella y me amarra las manos con las barbas de su rebozo. Yo no sé por qué me amarra mis manos; pero dice que porque dizque luego hago locuras. Un día inventaron que yo andaba ahorcando a alguien; que le apreté el pescuezo a una señora nada más por nomás. Yo no me acuerdo. Pero, a todo esto, es mi madrina la que dice lo que yo hago y ella nunca anda con mentiras.Cuando me llama a comer, es para darme mi parte de comida, y no como otra gente que me invitaba a comer con ellos y luego que me les acercaba me apedreaban hasta hacerme correr sin comida ni nada. No, mi madrina me trata bien. Por eso estoy contento en su casa. Además, aquí vive Felipa. Felipa es muy buena conmigo. Por eso la quiero... La leche de Felipa es dulce como las flores del obelisco. Yo he bebido leche de chiva y también de puerca recién parida; pero no, no es igual de buena que la leche de Felipa... Ahora ya hace mucho tiempo que no me da a chupar de los bultos esos que ella tiene donde tenemos solamente las costillas, y de donde le sale, sabiendo sacarla, una leche mejor que la que nos da mi madrina en el almuerzo de los domingos... Felipa antes iba todas las noches al cuarto donde yo duermo, y se arrimaba conmigo, acostándose encima de mí o echándose a un ladito. Luego se las ajuareaba para que yo pudiera chupar de aquella leche dulce y caliente que se dejaba venir en chorros por la lengua... Muchas veces he comido flores de obelisco para entretener el hambre. Y la leche de Felipa era de ese sabor, sólo que a mí me gustaba más, porque, al mismo tiempo que me pasaba los tragos, Felipa me hacia cosquillas por todas partes. Luego sucedía que casi siempre se quedaba dormida junto a mí, hasta la madrugada. Y eso me servía de mucho; porque yo no me apuraba del frío ni de ningún miedo a condenarme en el infierno si me moría yo solo allí, en alguna noche... A veces no le tengo tanto miedo al infierno. Pero a veces sí. Luego me gusta darme mis buenos sustos con eso de que me voy a ir al infierno cualquier día de éstos, por tener la cabeza tan dura y por gustarme dar de cabezazos contra lo primero que encuentro. Pero viene Felipa y me espanta mis miedos. Me hace cosquillas con sus manos como ella sabe hacerlo y me ataja el miedo ese que tengo de morirme. Y por un ratito hasta se me olvida... Felipa dice, cuando tiene ganas de estar conmigo, que ella le cuenta al Señor todos mis pecados. Que irá al cielo muy pronto y platicará con Él pidiéndole que me perdone toda la mucha maldad que me llena el cuerpo de arriba abajo. Ella le dirá que me perdone, para que yo no me preocupe más. Por eso se confiesa todos los días. No porque ella sea mala, sino porque yo estoy repleto por dentro de demonios, y tiene que sacarme esos chamucos del cuerpo confesándose por mí. Todos los días. Todas las tardes de todos los días. Por toda la vida ella me hará ese favor. Eso dice Felipa. Por eso yo la quiero tanto... Sin embargo, lo de tener la cabeza así de dura es la gran cosa. Uno da de topes contra los pilares del corredor horas enteras y la cabeza no se hace nada, aguanta sin quebrarse. Y uno da de topes contra el suelo; primero despacito, después más recio y aquello suena como un tambor. Igual que el tambor que anda con la chirimía, cuando viene la chirimía a la función del Señor. Y entonces uno está en la iglesia, amarrado a la madrina, oyendo afuera el tum tum del tambor... Y mi madrina dice que si en mi cuarto hay chinches y cucarachas y alacranes es porque me voy a ir a arder en el infierno si sigo con mis mañas de pegarle al suelo con mi cabeza. Pero lo que yo quiero es oír el tambor. Eso es lo que ella debería saber. Oírlo, como cuando uno está en la iglesia, esperando salir pronto a la calle para ver cómo es que aquel tambor se oye de tan lejos, hasta lo hondo de la iglesia y por encima de las condenaciones del señor cura...: "El camino de las cosas buenas está lleno de luz. El camino de las cosas malas es oscuro." Eso dice el señor cura... Yo me levanto y salgo de mi cuarto cuando todavía está a oscuras. Barro la calle y me meto otra vez en mi cuarto antes que me agarre la luz del día. En la calle suceden cosas. Sobra quién lo descalabre a pedradas apenas lo ven a uno. Llueven piedras grandes y filosas por todas partes. Y luego hay que remendar la camisa y esperar muchos días a que se remienden las rajaduras de la cara o de las rodillas. Y aguantar otra vez que le amarren a uno las manos, porque si no ellas corren a arrancar la costra del remiendo y vuelve a salir el chorro de sangre. Ora que la sangre también tiene buen sabor aunque, eso sí, no se parece al sabor de la leche de Felipa... Yo por eso, para que no me apedreen, me vivo siempre metido en mi casa. En seguida que me dan de comer me encierro en mi cuarto y atranco bien la puerta para que no den conmigo los pecados mirando que aquello está a oscuras. Y ni siquiera prendo el ocote para ver por dónde se me andan subiendo las cucarachas. Ahora me estoy quietecito. Me acuesto sobre mis costales, y en cuanto siento alguna cucaracha caminar con sus patas rasposas por mi pescuezo le doy un manotazo y la aplasto. Pero no prendo el ocote. No vaya a suceder que me encuentren desprevenido los pecados por andar con el ocote prendido buscando todas las cucarachas que se meten por debajo de mi cobija... Las cucarachas truenan como saltapericos cuando uno las destripa. Los grillos no sé si truenen. A los grillos nunca los mato. Felipa dice que los grillos hacen ruido siempre, sin pararse ni a respirar, para que no se oigan los gritos de las animas que están penando en el purgatorio. El día en que se acaben los grillos, el mundo se llenará de los gritos de las ánimas santas y todos echaremos a correr espantados por el susto. Además, a mí me gusta mucho estarme con la oreja parada oyendo el ruido de los grillos. En mi cuarto hay muchos. Tal vez haya más grillos que cucarachas aquí entre las arrugas de los costales donde yo me acuesto. También hay alacranes. Cada rato se dejan caer del techo y uno tiene que esperar sin resollar a que ellos hagan su recorrido por encima de uno hasta llegar al suelo. Porque si algún brazo se mueve o empiezan a temblarle a uno los huesos, se siente en seguida el ardor del piquete. Eso duele. A Felipa le picó una vez uno en una nalga. Se puso a llorar y a gritarle con gritos queditos a la Virgen Santísima para que no se le echara a perder su nalga. Yo le unté saliva. Toda la noche me la pasé untándole saliva y rezando con ella, y hubo un rato, cuando vi que no se aliviaba con mi remedio, en que yo también le ayudé a llorar con mis ojos todo lo que pude... De cualquier modo, yo estoy más a gusto en mi cuarto que si anduviera en la calle, llamando la atención de los amantes de aporrear gente. Aquí nadie me hace nada. Mi madrina no me regaña porque me vea comiéndome las flores de su obelisco, o sus arrayanes, o sus granadas. Ella sabe lo entrado en ganas de comer que estoy siempre. Ella sabe que no se me acaba el hambre. Que no me ajusta ninguna comida para llenar mis tripas aunque ande a cada rato pellizcando aquí y allá cosas de comer. Ella sabe que me como el garbanzo remojado que le doy a los puercos gordos y el maíz seco que le doy a los puercos flacos. Así que ella ya sabe con cuánta hambre ando desde que me amanece hasta que me anochece. Y mientras encuentre de comer aquí en esta casa, aquí me estaré. Porque yo creo que el día en que deje de comer me voy a morir, y entonces me iré con toda seguridad derechito al infierno. Y de allí ya no me sacará nadie, ni Felipa, aunque sea tan buena conmigo, ni el escapulario que me regaló mi madrina y que traigo enredado en el pescuezo... Ahora estoy junto a la alcantarilla esperando a que salgan las ranas. Y no ha salido ninguna en todo este rato que llevo platicando. Si tardan más en salir, puede suceder que me duerma, y luego ya no habrá modo de matarlas, y a mi madrina no le llegará por ningún lado el sueño si las oye cantar, y se llenará de coraje. Y entonces le pedirá, a alguno de toda la hilera de santos que tiene en su cuarto, que mande a los diablos por mí, para que me lleven a rastras a la condenación eterna, derechito, sin pasar ni siquiera por el purgatorio, y yo no podré ver entonces ni a mi papá ni a mi mamá que es allí donde están... Mejor seguiré platicando... De lo que más ganas tengo es de volver a probar algunos tragos de la leche de Felipa, aquella leche buena y dulce como la miel que le sale por debajo a las flores del obelisco...

El llano en llamas [1953]

Juan José Arreola El guardagujas

El forastero llegó sin aliento a la estación desierta. Su gran valija, que nadie quiso cargar, le había fatigado en extremo. Se enjugó el rostro con un pañuelo, y con la mano en visera miró los rieles que se perdían en el horizonte. Desalentado y pensativo consultó su reloj: la hora justa en que el tren debía partir.

Alguien, salido de quién sabe dónde, le dio una palmada muy suave. Al volverse el forastero se halló ante un viejecillo de vago aspecto ferrocarrilero. Llevaba en la mano una linterna roja, pero tan pequeña, que parecía de juguete. Miró sonriendo al viajero, que le preguntó con ansiedad:

—Usted perdone, ¿ha salido ya el tren?

—¿Lleva usted poco tiempo en este país?

—Necesito salir inmediatamente. Debo hallarme en T. mañana mismo.

—Se ve que usted ignora las cosas por completo. Lo que debe hacer ahora mismo es buscar alojamiento en la fonda para viajeros —y señaló un extraño edificio ceniciento que más bien parecía un presidio.

—Pero yo no quiero alojarme, sino salir en el tren.

—Alquile usted un cuarto inmediatamente, si es que lo hay. En caso de que pueda conseguirlo, contrátelo por mes, le resultará más barato y recibirá mejor atención.

—¿Está usted loco? Yo debo llegar a T. mañana mismo.

—Francamente, debería abandonarlo a su suerte. Sin embargo, le daré unos informes.

—Por favor...

—Este país es famoso por sus ferrocarriles, como usted sabe. Hasta ahora no ha sido posible organizarlos debidamente, pero se han hecho grandes cosas en lo que se refiere a la publicación de itinerarios y a la expedición de boletos. Las guías ferroviarias abarcan y enlazan todas las poblaciones de la nación; se expenden boletos hasta para las aldeas más pequeñas y remotas. Falta solamente que los convoyes cumplan las indicaciones contenidas en las guías y que pasen efectivamente por las estaciones.

Los habitantes del país así lo esperan; mientras tanto, aceptan las irregularidades del servicio y su patriotismo les impide cualquier manifestación de desagrado.

—Pero, ¿hay un tren que pasa por esta ciudad?

—Afirmarlo equivaldría a cometer una inexactitud. Como usted puede darse cuenta, los rieles existen, aunque un tanto averiados. En algunas poblaciones están sencillamente indicados en el suelo mediante dos rayas. Dadas las condiciones actuales, ningún tren tiene la obligación de pasar por aquí, pero nada impide que eso pueda suceder. Yo he visto pasar muchos trenes en mi vida y conocí algunos viajeros que pudieron abordarlos. Si usted espera convenientemente, tal vez yo mismo tenga el honor de ayudarle a subir a un hermoso y confortable vagón.

—¿Me llevará ese tren a T.?

—¿Y por qué se empeña usted en que ha de ser precisamente a T.? Debería darse por satisfecho si pudiera abordarlo. Una vez en el tren, su vida tomará efectivamente un rumbo. ¿Qué importa si ese rumbo no es el de T.?

—Es que yo tengo un boleto en regla para ir a T. Lógicamente, debo ser conducido a ese lugar, ¿no es así?

—Cualquiera diría que usted tiene razón. En la fonda para viajeros podrá usted hablar con personas que han tomado sus precauciones, adquiriendo grandes cantidades de boletos. Por regla general, las gentes previsoras compran pasajes para todos los puntos del país. Hay quien ha gastado en boletos una verdadera fortuna...

—Yo creí que para ir a T. me bastaba un boleto. Mírelo usted...

—El próximo tramo de los ferrocarriles nacionales va a ser construido con el dinero de una sola persona que acaba de gastar su inmenso capital en pasajes de ida y vuelta para un trayecto ferroviario, cuyos planos, que incluyen extensos túneles y puentes, ni siquiera han sido aprobados por los ingenieros de la empresa.

—Pero el tren que pasa por T., ¿ya se encuentra en servicio?

—Y no sólo ése. En realidad, hay muchísimos trenes en la nación, y los viajeros pueden utilizarlos con relativa frecuencia, pero tomando en cuenta que no se trata de un servicio formal y definitivo. En otras palabras, al subir a un tren, nadie espera ser conducido al sitio que desea.

—¿Cómo es eso?

—En su afán de servir a los ciudadanos, la empresa debe recurrir a ciertas medidas desesperadas.

Hace circular trenes por lugares intransitables. Esos convoyes expedicionarios emplean a veces varios años en su trayecto, y la vida de los viajeros sufre algunas transformaciones importantes. Los fallecimientos no son raros en tales casos, pero la empresa, que todo lo ha previsto, añade a esos trenes un vagón capilla ardiente y un vagón cementerio. Es motivo de orgullo para los conductores depositar el cadáver de un viajero lujosamente embalsamado en los andenes de la estación que prescribe su boleto. En ocasiones, estos trenes forzados recorren trayectos en que falta uno de los rieles. Todo un lado de los vagones se estremece lamentablemente con los golpes que dan las ruedas sobre los durmientes. Los viajeros de primera —es otra de las previsiones de la empresa— se colocan del lado en que hay riel. Los de segunda padecen los golpes con resignación. Pero hay otros tramos en que faltan ambos rieles, allí los viajeros sufren por igual, hasta que el tren queda totalmente destruido.

—¡Santo Dios!

—Mire usted: la aldea de F. surgió a causa de uno de esos accidentes. El tren fue a dar en un terreno impracticable. Lijadas por la arena, las ruedas se gastaron hasta los ejes. Los viajeros pasaron tanto tiempo, que de las obligadas conversaciones triviales surgieron amistades estrechas. Algunas de esas amistades se transformaron pronto en idilios, y el resultado ha sido F., una aldea progresista llena de niños traviesos que juegan con los vestigios enmohecidos del tren.

—¡Dios mío, yo no estoy hecho para tales aventuras!

—Necesita usted ir templando su ánimo; tal vez llegue usted a convertirse en héroe. No crea que faltan ocasiones para que los viajeros demuestren su valor y sus capacidades de sacrificio. Recientemente, doscientos pasajeros anónimos escribieron una de las páginas más gloriosas en nuestros anales ferroviarios. Sucede que en un viaje de prueba, el maquinista advirtió a tiempo una grave omisión de los constructores de la línea. En la ruta faltaba el puente que debía salvar un abismo. Pues bien, el maquinista, en vez de poner marcha atrás, arengó a los pasajeros y obtuvo de ellos el esfuerzo necesario para seguir adelante. Bajo su enérgica dirección, el tren fue desarmado pieza por pieza y conducido en hombros al otro lado del abismo, que todavía reservaba la sorpresa de contener en su fondo un río caudaloso. El resultado de la hazaña fue tan satisfactorio que la empresa renunció definitivamente a la construcción del puente, conformándose con hacer un atractivo descuento en las tarifas de los pasajeros que se atreven a afrontar esa molestia suplementaria.

—¡Pero yo debo llegar a T. mañana mismo!

—¡Muy bien! Me gusta que no abandone usted su proyecto. Se ve que es usted un hombre de convicciones. Alójese por lo pronto en la fonda y tome el primer tren que pase. Trate de hacerlo cuando menos; mil personas estarán para impedírselo. Al llegar un convoy, los viajeros, irritados por una espera demasiado larga, salen de la fonda en tumulto para invadir ruidosamente la estación. Muchas veces provocan accidentes con su increíble falta de cortesía y de prudencia. En vez de subir ordenadamente se dedican a aplastarse unos a otros; por lo menos, se impiden para siempre el abordaje, y el tren se va dejándolos amotinados en los andenes de la estación. Los viajeros, agotados y furiosos, maldicen su falta de educación, y pasan mucho tiempo insultándose y dándose de golpes.

—¿Y la policía no interviene?

—Se ha intentado organizar un cuerpo de policía en cada estación, pero la imprevisible llegada de los trenes hacía tal servicio inútil y sumamente costoso. Además, los miembros de ese cuerpo demostraron muy pronto su venalidad, dedicándose a proteger la salida exclusiva de pasajeros adinerados que les daban a cambio de esa ayuda todo lo que llevaban encima. Se resolvió entonces el establecimiento de un tipo especial de escuelas, donde los futuros viajeros reciben lecciones de urbanidad y un entrenamiento adecuado. Allí se les enseña la manera correcta de abordar un convoy, aunque esté en movimiento y a gran velocidad. También se les proporciona una especie de armadura para evitar que los demás pasajeros les rompan las costillas.

—Pero una vez en el tren, ¡está uno a cubierto de nuevas contingencias?

—Relativamente. Sólo le recomiendo que se fije muy bien en las estaciones. Podría darse el caso de que creyera haber llegado a T., y sólo fuese una ilusión. Para regular la vida a bordo de los vagones demasiado repletos, la empresa se ve obligada a echar mano de ciertos expedientes. Hay estaciones que son pura apariencia: han sido construidas en plena selva y llevan el nombre de alguna ciudad importante.

Pero basta poner un poco de atención para descubrir el engaño. Son como las decoraciones del teatro, y las personas que figuran en ellas están llenas de aserrín. Esos muñecos revelan fácilmente los estragos de la intemperie, pero son a veces una perfecta imagen de la realidad: llevan en el rostro las señales de un cansancio infinito.

—Por fortuna, T. no se halla muy lejos de aquí.

—Pero carecemos por el momento de trenes directos. Sin embargo, no debe excluirse la posibilidad de que usted llegue mañana mismo, tal como desea. La organización de los ferrocarriles, aunque deficiente, no excluye la posibilidad de un viaje sin escalas. Vea usted, hay personas que ni siquiera se han dado cuenta de lo que pasa. Compran un boleto para ir a T. Viene un tren, suben, y al día siguiente oyen que el conductor anuncia: "Hemos llegado a T.". Sin tomar precaución alguna, los viajeros descienden y se hallan efectivamente en T.

—¿Podría yo hacer alguna cosa para facilitar ese resultado?

—Claro que puede usted. Lo que no se sabe es si le servirá de algo. Inténtelo de todas maneras. Suba usted al tren con la idea fija de que va a llegar a T. No trate a ninguno de los pasajeros. Podrán desilusionarlo con sus historias de viaje, y hasta denunciarlo a las autoridades.

—¿Qué está usted diciendo?

En virtud del estado actual de las cosas los trenes viajan llenos de espías. Estos espías, voluntarios en su mayor parte, dedican su vida a fomentar el espíritu constructivo de la empresa. A veces uno no sabe lo que dice y habla sólo por hablar. Pero ellos se dan cuenta en seguida de todos los sentidos que puede tener una frase, por sencilla que sea. Del comentario más inocente saben sacar una opinión culpable. Si usted llegara a cometer la menor imprudencia, sería aprehendido sin más, pasaría el resto de su vida en un vagón cárcel o le obligarían a descender en una falsa estación perdida en la selva. Viaje usted lleno de fe, consuma la menor cantidad posible de alimentos y no ponga los pies en el andén antes de que vea en T. alguna cara conocida.

—Pero yo no conozco en T. a ninguna persona.

—En ese caso redoble usted sus precauciones. Tendrá, se lo aseguro, muchas tentaciones en el camino. Si mira usted por las ventanillas, está expuesto a caer en la trampa de un espejismo. Las ventanillas están provistas de ingeniosos dispositivos que crean toda clase de ilusiones en el ánimo de los pasajeros. No hace falta ser débil para caer en ellas. Ciertos aparatos, operados desde la locomotora, hacen creer, por el ruido y los movimientos, que el tren está en marcha. Sin embargo, el tren permanece detenido semanas enteras, mientras los viajeros ven pasar cautivadores paisajes a través de los cristales.

—¿Y eso qué objeto tiene?

—Todo esto lo hace la empresa con el sano propósito de disminuir la ansiedad de los viajeros y de anular en todo lo posible las sensaciones de traslado. Se aspira a que un día se entreguen plenamente al azar, en manos de una empresa omnipotente, y que ya no les importe saber adónde van ni de dónde vienen.

—Y usted, ¿ha viajado mucho en los trenes?

—Yo, señor, sólo soy guardagujas1. A decir verdad, soy un guardagujas jubilado, y sólo aparezco aquí de vez en cuando para recordar los buenos tiempos. No he viajado nunca, ni tengo ganas de hacerlo. Pero los viajeros me cuentan historias. Sé que los trenes han creado muchas poblaciones además de la aldea de F., cuyo origen le he referido. Ocurre a veces que los tripulantes de un tren reciben órdenes misteriosas. Invitan a los pasajeros a que desciendan de los vagones, generalmente con el pretexto de que admiren las bellezas de un determinado lugar. Se les habla de grutas, de cataratas o de ruinas célebres:

"Quince minutos para que admiren ustedes la gruta tal o cual", dice amablemente el conductor. Una vez que los viajeros se hallan a cierta distancia, el tren escapa a todo vapor.

—¿Y los viajeros?

Vagan desconcertados de un sitio a otro durante algún tiempo, pero acaban por congregarse y se establecen en colonia. Estas paradas intempestivas se hacen en lugares adecuados, muy lejos de toda civilización y con riquezas naturales suficientes. Allí se abandonan lores selectos, de gente joven, y sobre todo con mujeres abundantes. ¿No le gustaría a usted pasar sus últimos días en un pintoresco lugar desconocido, en compañía de una muchachita?

El viejecillo sonriente hizo un guiño y se quedó mirando al viajero, lleno de bondad y de picardía.

En ese momento se oyó un silbido lejano. El guardagujas dio un brinco, y se puso a hacer señales ridículas y desordenadas con su linterna.

—¿Es el tren? —preguntó el forastero.

El anciano echó a correr por la vía, desaforadamente. Cuando estuvo a cierta distancia, se volvió para gritar:

—¡Tiene usted suerte! Mañana llegará a su famosa estación. ¿Cómo dice que se llama?

—¡X! —contestó el viajero.

En ese momento el viejecillo se disolvió en la clara mañana. Pero el punto rojo de la linterna siguió corriendo y saltando entre los rieles, imprudente, al encuentro del tren.

Al fondo del paisaje, la locomotora se acercaba como un ruidoso advenimiento.

Confabulario [1952]

Rubén Salazar Mallén Páramo [1944] (Fragmento)

I.

EZEQUIEL:

Voy tronchado a que Fernández ni se las espantó. Bueno, ni siquiera Justina, que presume de larga. ¿Un homenaje a este buey? No, hombre, si no estoy lucas. Lo del homenaje lo inventé nada más para hacer un relajito: este que empieza. Vamos a conseguir una publicidad de ocho ochenta. Ya veo las cabezas de los periódicos: “Grave escándalo en el Anfiteatro Bolívar”, o: “Salvaje conducta de los estudiantes.” Todo depende de tu discurso, mi viejo. Cárgale a la raza, cárgale... ¡Eso, mi refugacho: la urss es el bastión de las libertades humanas! Bonito, bonito hablas cuando dices pendejadas... ¿Más mezcla, maistro?

Otra vez, mi viejo, para que la raza se alebreste. Ábrete de capa... Pero Torres y sus braveros, ¡qué infelices! Ya era tiempo de que les sonaran a esos mitoteros...

“Muchachos, si consiguen que el orden no sea alterado, les disparo la cena.” ¿Y creen que así nadamás? ¡Pero cuándo, hombre! ¡A repartir leña! (Quién les manda estar doblados.)

¡Ahí están los comunistas! Le aplauden al refugacho. Los mochos chiflan. ¡Ya se hizo! ¿Y ése cree que es orador? ¿Por qué se calla? ¿Porque hay relajo? Pues si es lo que yo quiero. Un poquito más, un poquito para que la plebe se pique. ¡Bravo, ya sigue! Y ahora los gritos... ( ¡Viva la urss!) Ese es el mío (¡Abajo el comunismo!) y ése también.

Sí, Torres, suénale aunque sea escuintle. ¡Quién le manda andar de hablador! Así se pega, hermano. ¡Qué boletín de prensa voy a hacer!: “Como organizador del homenaje al maestro Acosta, deploro que un grupo de estudiantes inexpertos, azuzados por agentes nazis”... ¡Suave: quintacolumnismo!... ¿Y Acosta? Mmmm, se trae un cisco.

¡Hombre, sería muy buen punto! “Venga, maestro, usted no debe ser testigo de esto”, y con pretexto de llevármelo, lo meto a los trancazos. Con que le rompan él hule, ya tenemos mártir y publicidad y... Espéreme, maestro, voy por usted.

Justina y Fernández, sentados en butacas contiguas del Anfiteatro Bolívar, muy cerca de la plataforma, hilvanan una conversación en medio de gritos, silbidos y aplausos.

JUSTINA:

Miré, Pepe, a aquel bigardón pegándole a un pobre chamaco. ¡Qué horror! (Lo que es Robles, metió las cuatro. Ojalá y mataran al mocoso para que se le aparezca el diablo.)

FERNÁNDEZ:

¡Poco hombre!, ¿por qué no se pone con uno de su tamaño? (También para qué le andan haciendo ruido al chicharrón.)

JUSTINA:

(Ahora es tiempo de que éste le ponga la cruz al hijo de su pelona.) No sé cómo Ezequiel cometió la imprudencia de nombrar orador a un comunista, sabiendo que los universitarios son anticomunistas. La verdad, es hacer muy a la ligera las cosas. (Pero el muy jijo hasta parece contento.)

FERNÁNDEZ:

Yo... yo tampoco lo entiendo, Justina; pero no se apure usted... (¡Qué brazo tan tres piedras!)

JUSTINA:

(Aprovéchate, zorrillo; pero no, mejor me doy el sacón: muy púdica.) ¡Qué vergüenza, Pepe, el doctor Acosta nos va a odiar! ¿No ve usted que su buen nombre está de por medio?

FERNÁNDEZ:

(Niguas, mi alma.) Puede que no, ¡quién sabe! (Estas honradas, ¡por muy truchas que sean! No sabe que Carmen se lo trae de un ala y que el maje no puede fallar.)

JUSTINA:

(Como para mentársela: ¡ni parece macho!) Pero qué lío. Se van a acabar el Anfiteatro.

FERNÁNDEZ:

Mire no más qué mitote, yo creo que mejor que nos váyamos. (Si le tocan a usted un pelo, les doy en toda la torre. ¡Para algo fui campeón welter.)

JUSTINA:

Es una batalla en regla. Mire allá. Y allá. Y allá. Por todos lados están peleándose. Y el gachuzo que no se quita de la tribuna. A la mejor quiere seguir hablando. Este es un plan ranchero, que ni qué.) Mire, mire, son comunistas: oiga cómo gritan. ¡Dios mío, somos los únicos que no peleamos!

FERNÁNDEZ:

Ai va Ezequiel a buscar al doctor Acosta. (Lo que es éste, no vuelve a meterse a un homenaje ni de relajo.)

JUSTINA:

¡Qué bruto! ¡Qué bruto, lo metió entre los comunistas! Le van a pegar al pobre señor, le van a pegar... ¡Ya! ¿Ve usted? No hay razón, ¡hombre! (Qué lebrón, ¡el maldito!)

FERNÁNDEZ:

¡Siquiera que meta las manos! Si no fuera por usted, Justina, que no quiero dejarla sola, iba a darle batería: me canso de que metía en orden a estos escuintles...

Espérense, no se mueva: voy a ver a cómo nos toca. (Va a saber quién soy yo.)

JUSTINA:

¡No, no me deje sola! Mejor vámonos. (¡Idiota!)

FERNÁNDEZ: (¡Pobrecita!)

El rufián enamorado se abre paso trabajosamente entre una selva de puños crispados, de rostros contraídos por la cólera, de golpes sonoros y de blasfemias.

Sudoroso gana la puerta y ase a Justina por un brazo. Ella, como asustada, se abandona al viril contacto.

ACOSTA:

(Fue un error de Robles invitar a este refugiado. Lo sabía, lo sabe todo el mundo: los más de los derrotados por Franco son comunistas... ¿Qué tiene qué ver la Unión Soviética con mis ideas?... No, ése es un desatino... Y ahora, las Naciones Unidas. Al agradecer el acto tendré que rectificar: mi tesis la he expuesto y defendido desde hace más de quince años y nada tiene que ver con lo circunstancial. Creo que América ha forjado una cultura propia, capaz de desprenderse de la europea; pero no creo en ese panamericanismo al uso, que postula una unidad puramente formal: militar, política, económica. Hay datos mucho más profundos... ¿Qué es eso, está loco? Ha vuelto a hablar de la Unión Soviética... de Stalin. ¡Magnífico, eso merecía: que le silbaran! Es desplante. Quiere hacerse oír a pesar de todo... ¿Y esos que gritan vivas a la urss? Esto es un pandemonium, todo mundo de pie, todo mundo grita... Ahora me felicito de que Carmen no haya podido venir... Pero qué: a ese muchacho le pegaron. Y ahora van sus compañeros a vengarlo. Diez, veinte, todos se disponen... Una batalla campal, una verdadera batalla... Y nosotros aquí, solos... Hemos perdido autoridad. ¿Qué les importa que seamos sus maestros?... Nadie tiene las manos quietas. Con tal que no lleguen hasta nosotros... Robles debió... Pero aquí viene, afortunadamente...) Es vergonzoso, compañero. (El pobre muchacho está apenado. Por supuesto que lo acompaño.) Vamos, Robles. (Ojalá que uno de estos energúmenos no... No debió llamarles la atención. ¿Para qué pedirles que me abran paso?... ¿Mueras a mí?... ¿Reaccionario?... ¿Facista?...) ¡Compañeros, compañeros! No me oyen... ¡Ah!... ¡No! ¡No!... ¿Ay, cómo salir? ¡Compañeros! (Robles se ha perdido.) ¡Robles... (De cualquier modo... Me sangra la nariz...) ¡Comp...! (¡Santo Dios, en plena cara!... ¡Salir!... ¡Ah, al fin! Y ahora que llega la policía... Pero ¿qué? ¿Pretenden detenerme?) Señores, era un acto dedicado a mí. (Esto más, para mi desgracia. ¿Qué tengo yo que explicar en la Jefatura?) Les aseguro. (No me oyen. ¡Y a empellones, como a un criminal! Este de los ojos azules, ¡qué azules y qué malignos! ¡Sea por Dios, no tengo más remedio que ir! Este ojo, cómo me duele. Y la sangre. He dejado rojo el pañuelo.)

ASUNCIÓN:

¡Pues no es taruga! El vestido que traía para ir a esa fiesta era americano... ¡la única taruga de la familia soy yo!, toreando tequila en mi casa. Un día me caen y ¡multa, o al bote! Y ni siquiera la renta he pagado...

¡Ah, cuando yo iba a casa de María Luisa! Pero no, no quiero ni pensar en el Morelos. Mejor prestar el cuarto: tres pesos y lo que se les dé su gana... ¡Y ahora que me acuerdo, hace mucho que Justina no lo ocupa! Antes: aquel viejo gargajo y Lucas y Raúl... ¡Cómo se los majeaba! A cada uno su día: “Yo no soy de ésas, no puedo ir a los hoteles...” ¡Lebrona! Pero siquiera entonces... Desde que Raúl se la durmió diciéndole que va a devolverle lo que su marido perdió en la Revolución y que él va a ser diputado... Bueno, ¿y a mí qué? Pues sí, carachi, ¿por qué he de ser yo la fregada? Yo la pobre, yo la de mala fama: vergüenza de la familia... Ultimadamente, no me importa; pero, hermanita, ocupas la recámara, o... Que venga a tomar sus tequilitas, que deje algo, yo sé, yo estoy al alba.

Acuérdate que pude quitarte a Lucas: si no ha sido porque Betty es una vaca. Y luego, ¿quién te metió a Raúl? Entre él y Lucas, preferías a Lucas. “Lucas es un caballero, mientras que ese cacarizo es un falsificador de tanguarnises.” ¡Clarín! Pero lo que es a mí, me regalaba los tanguarnises para que yo los toreara. Y ¡ni modo!

Si yo las puedo, pero... ¡No, no le hace! Lo que es ahora me trae al famoso Pepe o ve para qué nació: ¡también uno es hijo de Dios! Y si ese hombre de negocios vestido de padrote la quiere llevar a fiestas, que la lleve; pero lo que es a mí, me gustan mucho los pesos.

JUSTINA:

Ahora, sí, voy a presumir hasta el mil. “No, mana, aquellas cenas eran de pata de gallina, junto a ésta. Fíjate...” Las voy a dejar de a seis.

FERNÁNDEZ:

Para qué, es más que la verdad, me quiere. ¡Ay, mi alma, no más que tengamos toda la lana que usted quiere, cenaremos siempre como ahora! Y no tenga pendiente: así como ahoy la saqué del relajo, así toda la vida…

¿Pero en dónde encuentro a esa mula de Ezequiel? “Mira, mi hermano, dice Justina que esto puede aprovecharse como publicidad, que no séamos majes, porque poniéndonos changos, todo acaba bien.” Pero, ¿en dónde lo encuentro? Y para que le arda, le voy a decir que ya amarré. “De esas pulgas no brincan en tu petate, cuatacho. “ Y si se le hace difícil creerlo: “Pues, mira, para que no te andes con cuentos, ahoy me la llevé a cenar después del borlote y le di un beso. “ Se puso un poco hosca, pero... ¿o sería de deveras? “Portémonos como buenos amigos, Pepe, nada más.” Entonces, ¿para qué cenó conmigo? No, mi alma, cansado de conocer mujeres... Pero ésta no es como las otras. Muy reata, sí, pero... Bueno, ai veré mañana si se amuinó.

¿Por qué? Si hizo muina, se lo digo, como hay Dios que se lo digo: “No fue puntada de borrachera, ¡palabra!, es que me trae usted de un ala...” Y ahora, ¿cómo le dice uno a una honrada? “¿La adoro a usted?..." Está muy gacho, parece de cine. Bueno, Ezequiel me puede decir, él que es léido.

Pero ¿en dónde lo encuentro?

A esta hora, ni modo. Ai mañana... ¡Ah, y decirle que después de todo el homenaje salió muy chicho, que vamos a echarle la culpa a los nazis!

CARMEN:

¡Las doce, y ni zoca! (Jimmy, dame una Cuba libre.) Lo que es ahora no saco ni para el carro. Y yo que necesito fierros... “Te traigo un recuerdo del día del homenaje”, le voy a decir, y él va a contestar: “Pero, linda...” Me dice linda siempre, y le gusta besarme las manos: ¡pobrecito, si supiera!

Pero, mi santo, tú limpias todo, nada le hace que yo... Además, cuando voy a verlo... ¡Sombrilla, lo que es regalo no hubo! No, papacito, no hubo regalo. No le hace: yo te quiero, te quiero nene, ¡a lo macho! (Gracias, Jimmy... Parece velorio tu pinche cabaret, viejo.) Ahorita le están aplaudiendo, como si lo viera. Seguro que me buscó entre la gente; pero ¿cómo querías, mi vida?... No más dije que sí por no desconsolarte, pero...

 

Referencias


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