Programa de Cómputo para la Enseñanza: Cultura y Vida Cotidiana: 1920-1940

Historia de México II Segunda Unidad: Reconstrucción Nacional e Institucionalización de la Revolución Mexicana 1920-1940

La Producción Literaria de 1920 a 1940

Propósitos: Valorar algunas manifestaciones socioculturales influidas por el nacionalismo revolucionario y su impacto sociocultural

Mayo de 2012

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La Novela de la Revolución y los temas nacionales, regionales e indigenistas

 

Al finalizar la etapa armada en 1915, y durante las siguientes dos décadas, dentro del contexto del nacionalismo se impulsó el género de la Novela de la Revolución, cuyo contexto de relato campirano se había iniciado desde finales del siglo XIX. Daría lugar a diversas obras, como Los de abajo (1916) de Mariano Azuela (1873-1952), considerada por algunos (Díaz 1989: 26), como la obra clásica y precursora del género; para multiplicarse con las obras de Martín Luis Guzmán (1887-1997) El águila y la serpiente de 1928, La sombra del caudillo de 1930 y Memorias de Pancho Villa de 1932; Mi caballo, mi perro y mi rifle 1936 de José Rubén Romero (1890-1952); ¡Vámonos con Pancho Villa! de 1931 o Se llevaron el cañón para Bachimba de 1941 de Rafael F. Muñoz (1899-1972); además de Tropa Vieja de 1937, obra de Francisco L. Urquizo (1891-1969).

 

 

 

Daniel Cosío Villegas

Señala Díaz (1989: 33-34) que, para 1925 el joven Daniel Cosío Villegas detecta el problema de la identidad revolucionaria, al revisar el período transcurrido desde el levantamiento de Madero, al señalar:

La Revolución ha creado instituciones, leyes, obras, ideología y hasta un lenguaje. Las obras, en su gran mayoría, son buenas; las instituciones son justas; pero el lenguaje y la ideología son confusos.

 

Lo que anunciaba, durante el tránsito de los gobiernos de Obregón al de Calles y el gran despliegue del nacionalismo en las artes, la necesidad de consolidar ese proyecto de integración y, por supuesto, de futuro; unificando y afinando la expresión y el pensar revolucionarios. Lo anterior expresaba la lucha por establecer una cultura nueva, que representara una síntesis de la sensibilidad colectiva, de la expresión artística y de la reglamentación jurídica de la sociedad.

 

Lo que demandaba un contenido artístico nuevo correlativo a una disposición legal nueva, además de una perspectiva a futuro que generara la integración de toda una vida social nueva.

 

Esto se expresaría, al decir de Díaz (1989: 27), en las ideas de un proyecto político, social y cultural que se deseaba implantar en esta época; que integraría una forma de pensar y actuar revolucionaria bajo los conceptos de lo moderno, lo urbano, lo mexicano, lo social y, sobre todo, de desarrollo. Que buscó implantar un régimen de gobierno que recuperara, a su pensar, la propuesta maderista. Cuyos jóvenes integrantes de entonces, veinte años después conformarían el grupo político que administraría y dirigiría la vida pública de México, sentando las bases de un modelo de desarrollo cuyas consecuencias perdurarían a lo largo del siglo. Lo que se ventilaba al inicio del gobierno callista, apunta Díaz (1989: 28), era la existencia o inexistencia de un derecho revolucionario, y la presencia o ausencia de una libertad de pensamiento y de expresión diferentes al pensar y expresar revolucionarios.

 

De acuerdo con Díaz (1989: 41-44), Calles inicia el proceso de sustitución de la autoridad del caudillo por la de la ley, introduciendo el principio de la institucionalización por vía de la administración pública al fomentar la burocracia e incrementar los medios corporativos para controlarla, todo ello para legitimar su gobierno después del fracaso de la rebelión delahuertista. Con tal propósito reorganiza las instituciones públicas, sus organizaciones, además de las formas de conciencia ideológica, como la escuela y la iglesia.

 

Buscó integrar a la sociedad a su proyecto desde la infancia, abarcando la escuela, la iglesia, el ejército, la justicia, la cultura, las formas de diversión y entretenimiento, y las instituciones políticas como los sindicatos y partidos políticos, tendiente a la modernización política.

 

Entre 1923 y 1924 la politización de algunos universitarios en torno de la CROM, comenta Díaz (1989: 47-54), se enfrenta al proyecto vasconcelista que concebía a la educación como actividad evangelizadora. Situación que acabó en enfrentamientos, y las renuncias de Vicente Lombardo Toledano y Antonio Caso a sus cargos en la Universidad, además de la amenaza presidencial de utilizar el ejército para imponer el orden.

Plutarco Elías Calles [1924]

 

Antonio Caso

Lo que condujo al desprestigio del propio Vasconcelos y su proyecto, que fue denunciado por el oportunismo y la improvisación imperante que rodeaba al Secretario de Educación; esta camarilla de gente baja fue descrita por Pedro Henríquez Ureña (Díaz, 1989: 90):

En torno suyo [Vasconcelos] fomentó las malas pasiones de mucha gente joven a quien echó a perder; no quiso rodearse de gente seria, sino de gente que lo obedeciera ciegamente, lo adulara, le aguantara groserías y lo acompañara en paseos; colección de gente afeminada y mezquina, en lo moral cuando menos.

 

Reyes apunta al respecto, en una breve estancia en México en 1925:

Me asustó, me dolió, la altanería ignorante de los muchachos; su grosería, sus ganas de hacer daño.

 

Para rematar en una carta a Henríquez Ureña al referirse a Vasconcelos:

Tendrán [los jóvenes] que seguir alimentándose con la charlatanería de Pepe, y aprenderán de él a tener éxito sin saber nada.

 

Estas críticas también fueron apoyadas por autores porfiristas y huertistas como Nemesio García Naranjo, quien realizó una feroz campaña en contra de lo que llamaba los mocitos de Vasconcelos; lo que denunció la disyuntiva existente para los literatos, quienes se veían obligados a sobrevivir escribiendo para los periódicos, o trataban de lograr ingresar a los puestos públicos o las cátedras universitarias.

 

Cuestionamientos que fueron aprovechados por Calles, para señalar que el levantamiento delahuertista:

…sirvió para deslindar los campos y forzar una definición categórica entre los falsos y genuinos revolucionarios.

 

Que algo tenía de cierto, según el comentario de Julio Torri en una carta a Alfonso Reyes, en donde señalaba lo que a su parecer conformaba a los nuevos actores de la vida pública nacional:

…la nueva generación de científicos…la nueva generación de generales y la nueva generación de putas (las tres clases activas de nuestro heroico país).

Nemesio García Naranjo

 

La búsqueda de lo mexicano había sido tarea de los autores de las décadas de 1910-1920, que pretendían el rescate de una supuesta tradición mexicana, expresada en una literatura colonialista y virreinal, señala Díaz (1989: 67-71), que resultaban anacrónicas en su búsqueda nostálgica sin que ofrecieran una auténtica exploración y propuesta de cambio, a lo que se sumaban los temas de un seudo costumbrismo de la vida capitalina que también buscaba el tipo mexicano, que reflejaban las influencias de autores como James Joyce y John Dos Passos, y una preocupación por lo anecdótico.

 

Resulta categórica, en este contexto, la crítica lanzada por Julio Jiménez Rueda en su artículo El afeminamiento de la literatura mexicana, en donde apunta que el tipo de obras como Los de abajo de Mariano Azuela encierran un sentir masculino en toda la acepción de la palabra; como propuesta revolucionaria que encuentra su paradigma en la literatura soviética, apunta Díaz (1989: 73), con una revaloración del pasado inmediato y la obsolescencia del pasado porfirista, además de lanzar un ataque a los jóvenes que disfrutaban de cierto prestigio y poder en la sociedad cultural, el gobierno y la opinión pública, que además manifestaban una personalidad evidentemente homosexual, cuando señala:

…el tipo de hombre que piensa ha degenerado […] nos trocamos en frágiles estatuillas de biscuit, de esbeltez quebradiza y ademanes equívocos. Es que ahora suele encontrarse el éxito, más que en los puntos de la pluma, en las complicadas artes del tocador.

 

Los aludidos respondieron en la voz de Salvador Novo (Díaz 1989: 78):

El afeminamiento no pone en duda la hombría, pues, ni el reblandecimiento atañe al cerebro, sino por incidente.

Mariano Azuela

 

José Gorostiza

La polémica pasó a otro nivel, jóvenes contra viejos (Díaz 1989: 86), cuando José Gorostiza señaló:

Mientras los intelectuales de 1910 vivían en el extranjero, desdeñosos de una revolución que no los necesita, [nuestra generación] se formó por sí sola, sin anuencia de ellos […]. De suerte que entre viejos y nuevos median, a más de una generación perdida […], 15 años de distanciamiento.

 

A lo que Antonio Caso sentenció (Díaz 1989: 87):

¡Ya es tiempo de organizar la virilidad plena y consciente de la patria!

 

Daniel Cosío Villegas concluyó (Díaz 1989: 103):

Para que un movimiento social de esta naturaleza triunfe, se necesita el nacimiento de una nueva ideología, de una nueva mentalidad, de un nuevo punto de vista para pensar y sentir las cosas […] Esa generación somos nosotros y por eso afirmamos que nosotros somos la Revolución.

 

El resultado anuncia la intención de crear una obra literaria representativa del México revolucionario y moderno, que al mismo tiempo rescatara las tradiciones mexicanas prehispánicas y coloniales, además de buscar horizontes amplios que no necesariamente fueran los nacionales, siempre con una preocupación preponderante por lo social; por lo que Jiménez Rueda apuntó (Díaz 1989: 115):

Dejemos por un momento de comentar clásicos latinos o franceses, griegos o italianos, que aunque esto es útil y grato [al] espíritu, más útil es conocer el alma del pueblo en que vivimos.

 

El Secretario de Educación callista, José Manuel Puig Casauranc sentenció (Díaz 1989: 117-118):

La Secretaría de Educación Pública editará y ayudará a la divulgación de toda obra literaria mexicana en que la decoración amanerada de una falsa comprensión esté sustituida por lo otra decoración hosca y severa, y a veces sombría pero siempre cierta de nuestra vida misma, obra literaria que, pintando el dolor; ya no el dolor frecuentemente fingido por los poetas melancólicos a perpetuidad, sino el dolor ajeno, y buscando sus orígenes, y asomándose a la desesperanza, fruto de nuestra pésima organización social, y entreabriendo las cortinas que cubren el dolor de los condenados a la humillación y a la tristeza por nuestros brutales egoísmos, trate de humanizarnos, de refinarnos en comprensión de hacernos sentir; no las mieles de un idilio, ni las congojas de un fracaso espiritual amoroso, sino las saludables rebeldías o las suaves ternuras de la compasión que nos lleven a buscar mejores colectivos…

Julio Jiménez Rueda

 

Francisco Monterde

Sin que estuviera exenta, esta perspectiva, de críticas radicales como la de Francisco Monterde (Díaz 1989: 118):

Si para ser poeta revolucionario hay que limitarse a escribir sobre la Revolución mexicana y cantar sólo para el pueblo, para el obrero y para el campesino, los únicos poetas revolucionarios, en la actualidad, serían los versificadores ramplones como vociferadores de mitin o los que pusieran en rimas las ideas de Marx y Lenin.

 

Este nuevo nacionalismo transitará desde la visión prosoviética del realismo social, la renovación vanguardista politizada del estridentismo y las preocupaciones por incorporar las novedosas expresiones literarias internacionales. Todo ello dentro de un objetivo: unir el pasado con el presente con una visión revolucionaria, que apuntaba hacia lo perenne.

 

Por lo tanto se excluiría a los que se habían visto involucrados en acontecimientos del pasado como el Porfiriato, el huertismo y con simpatías por la revuelta delahuertista, los reaccionarios; mientras que muchos otros se incorporaron con simpatía a la ideología del gobierno callista, orientada a la reconstrucción de la alta cultura nacional que, por supuesto, incluyó una reestructuración de la historia nacional, desde lo prehispánico hasta el previsible futuro, que integró a los revolucionarios.

 

En esta tesitura, Mauricio Magdaleno (1906-1986) contribuiría en 1932 con sus esfuerzos, los de Juan Bustillo Oro (1904-1989) y los de Rodolfo Usigli (1905-1979), por impulsar el interés por las cuestiones sociales con el grupo Teatro de ahora, que buscaba crear un teatro de sentido social, antiburgués y revolucionario, tratando de llevar a escena la Revolución Mexicana; para lo cual contaron con el apoyo del Secretario de Educación, Narciso Bassols; además de contribuir Magdaleno al género revolucionario con las novelas El resplandor (1937) y La tierra grande (1949), para convertirse además en uno de los grandes guionistas del cine mexicano de esas épocas, en películas como: Flor silvestre (1943), María Candelaria (1944), Río escondido (1947), Salón México (1948), Pueblerina (1948) y La malquerida (1949).

 

RodolfoUsigli

Mauricio Magdaleno

Rafael F. Muñoz

Francisco L. Urquizo

 

Mientras que Francisco Rojas González (1903-1951) publicaría La negra angustias en 1944 y El diosero en 1952, señalando el incremento del interés por el indigenismo; el cual había contado con diversos antecedentes como El libro del faisán y del venado (1922) de Antonio Mediz Bolio (1884-1957) o Los hombres que dispersó la danza (1929) de Andrés Henestrosa (1906-2008). La producción de obras con temas indígenas se acrecentaron con Héroes Mayas (1942) de Ermilo Abreu Gómez (1894-1971) y la aparición de los primeros estudios de temas de literatura indígena, con obras como La producción literaria de los Aztecas (1936) de Rubén M. Campos (1876-1945), quien también fue el autor de obras anteriores de interés histórico y cultural, como El folklore y la música mexicana (1928) y El folklore musical de las ciudades (1930).

 

Francisco Rojas Gonzalez

Andres Henestrosa

José Ruben Romero

Juan de la Cabada

 

Pablo Gonzalez Casanova

Otras obras sobre estos temas serían Cuentos y leyendas indígenas de México (1941) de Alfredo Ibarra (1903-19?); Cuentos indígenas (1946) de Pablo González Casanova; la traducción del Libro de los libros de Chilam Balam (1948) de Alfredo Barrera Vásquez (1900-1980), Arte Precolombino de México y de la América Central (1944) de Salvador Toscano (1912-1949), además de la publicación, bajo su dirección, de la Historia tolteca-chichimeca (1947), y Anales de Tlatelolco y el Códice de Tlatelolco (1948).

 

Los temas sobre la provincia mexicana se multiplicarían en esta época, con diversos cuentos y novelas: La vida inútil de Pito Pérez (1938) y Rosenda (1946), obras de José Rubén Romero (1890-1952), ambas llevadas al cinematógrafo; además de Incidentes melódicos del mundo irracional (1944) de Juan de la Cabada (1899-1986) o Al filo del agua (1947) de Agustín Yáñez (1904-1980).

 

Se incrementaron los estudios sobre la cultura nacional, como El arte moderno en México (1937) de Justino Fernández (1904-1972), El Positivismo en México (1944) de Leopoldo Zea (1912-2004), además de los trabajos Michoacán histórico y legendario de 1937 y Leyendas y cuentos Michoacanos de 1938, de Jesús Romero Flores (1885-1987), y la publicación de Rincones michoacanos. Leyendas y datos históricos (1938) de José Corona Núñez (1906-2002).

 

Martín Luis Guzmán El Águila y la Serpiente [1928]

La fiesta de las balas

Llegó al corral donde tenían encerrados, como rebaño de reses, a los trescientos prisioneros colorados condenados a morir, y se detuvo un instante a mirar por sobre las tablas de la cerca. Vistos desde allí, aquellos trescientos huertistas hubieran podido pasar por otros tantos revolucionarios. Eran de la fina raza de Chihuahua: altos los cuerpos, sobrias las carnes, robustos los cuellos, bien conformados los hombros sobre espaldas vigorosas y flexibles. Fierro consideró de una sola ojeada el pequeño ejército preso, lo apreció en su valor militar —y en su valer— y sintió una pulsación rara, un estremecimiento que le bajaba desde el corazón, o desde la frente, hasta el índice de la mano derecha. Sin quererlo ni sentirlo, la palma de esa mano fue a posársele en las cachas de la pistola.

—Batalla, ésta —pensó.

Indiferentes a todo, los soldados de caballería que vigilaban a los prisioneros no se fijaban en él. A ellos no les preocupaba más que la molestia de estar montando una guardia fatigosa —guardia incomprensible después de la excitación del combate— y que les exigía tener lista la carabina, cuya culata apoyaban en el muslo. De cuando en cuando, si algún prisionero parecía apartarse, los soldados apuntaban con aire resuelto y, de ser preciso, hacían fuego. Una onda rizaba entonces el perímetro informe de la masa de prisioneros, los cuales se replegaban para evitar el tiro. La bala pasaba de largo o derribaba a alguno.

 

Martín Luis Guzmán El Águila y la Serpiente (fragmento) [1928]

Fierro avanzó hasta la puerta del corral; gritó a un soldado, que vino a descorrer las trancas, y entró. Sin quitarse el sarape de sobre los hombros echó pie a tierra. El salto le deshizo el embozo. Tenía las piernas entumecidas de cansancio y de frío: las estiró. Se acomodó las dos pistolas. Se puso luego a observar despacio la disposición de los corrales y sus diversas divisiones. Dio varios pasos hasta una de las cercas, sin soltar la brida, la cual trabó entre dos tablas, para dejar sujeto el caballo. Sacó de las cantinas de la silla algo que se metió en los bolsillos de la chaqueta, y atravesó el corral a poca distancia de los prisioneros.

Los corrales eran tres, comunicados entre sí por puertas interiores y callejones angostos. Del que ocupaban los colorados, Fierro pasó, deslizando el cuerpo entre las trancas de la puerta, al de en medio; en seguida, al otro. Allí se detuvo. Su figura, grande y hermosa, irradiaba un aura extraña, algo superior, algo prestigioso y a la vez adecuado al triste abandono del corral. El sarape había venido resbalándole del cuerpo hasta quedar pendiente apenas de los hombros: los cordoncillos de las puntas arrastraban por el suelo. Su sombrero, gris y ancho de ala, se teñía de rosa al recibir de soslayo la luz poniente del sol. Vuelto de espaldas, los prisioneros lo veían desde lejos, a través de las cercas. Sus piernas formaban compás hercúleo y destellaban; el cuero de sus mitasas brillaba en la luz del atardecer.

A unos cien metros, por la parte exterior a los corrales, estaba el jefe de la tropa encargada de los prisioneros. Fierro lo vio y le indicó a señas que se acercara. El oficial cabalgó hasta el sitio de la valla más próximo a Fierro. Éste caminó hacia él. Hablaron. Por momentos, conforme hablaban, Fierro fue señalando diversos puntos del corral donde se encontraba y del corral contiguo. Después describió, moviendo la mano, una serie de evoluciones que repitió el oficial como con ánimo de entender mejor. Fierro insistió dos o tres veces en una maniobra al parecer muy importante, y el oficial entonces, seguro de las órdenes recibidas, partió al galope hacia donde estaban los prisioneros.

Tornó Fierro al centro del corral, y otra vez se mantuvo atento a estudiar la disposición de las cercas y cuanto las rodeaba. De los tres corrales, aquél era el más amplio, y según parecía, el primero en orden —el primero con relación al pueblo—. Tenía en dos de sus lados sendas puertas hacia el campo: puertas de trancas más estropeadas —por mayor uso— que las de los corrales posteriores, pero de maderos más fuertes. En otro lado se abría la puerta que daba al corral inmediato, y el lado restante no era una simple valla de madera, sino tapia de adobes, de no menos de tres metros de altura. La tapia mediría como sesenta metros de largo, de los cuales, veinte servían de fondo a un cobertizo o pesebre, cuyo tejado bajaba de la barda y se asentaba, de una parte, en los postes, prolongados, del extremo de una de las cercas que lindaban con el campo, y de la otra, en una pared, también de adobe, que salía perpendicularmente de la tapia y avanzaba cosa de quince metros hacia los medios del corral. De esta suerte, entre, entre el cobertizo y la valla del corral próximo venía a quedar un espacio cerrado en dos de sus lados por paredes macizas. En aquel rincón el viento de la tarde amontonaba la basura y hacía sonar con ritmo anárquico, golpeándolo contra el brocal de un pozo, un cubo de hierro. Del brocal del pozo se elevaban con dos palos secos, toscos, terminados en horquetas, sobre los cuales se atravesaba otro más, y desde éste pendía la cadena de una garrucha, que también sonaba movida por el viento. En lo más alto de una de las horquetas un pájaro grande —inmóvil, blanquecino— se confundía con las puntas del palo, resecas y torcidas.

Martín Luis Guzmán La sombra del caudillo [1929] (fragmento)

Fierro se hallaba a cincuenta pasos del pozo. Detuvo un segundo la vista sobre la quieta figura del pájaro, y, como si la presencia de éste encajara a pelo en sus reflexiones, sin cambiar de expresión, ni de postura, ni de gesto, sacó la pistola lentamente. El cañón del arma, largo y pulido, se transformó en dedo de rosa a la luz poniente del sol. Poco a poco el gran dedo fue enderezándose hasta señalar en dirección del pájaro. Sonó el disparo —seco y diminuto en la inmensidad de la tarde— y el animal cayó al suelo. Fierro volvió la pistola a la funda.

En aquel instante un soldado, trepando a la cerca, saltó dentro del corral. Era el asistente de Fierro. Había dado el brinco desde tan alto que necesitó varios segundos para erguirse otra vez. Al fin lo hizo y caminó hacia donde estaba su amo. Fierro le preguntó, sin volver la cara:

—¿Qué hubo con ésos? Si no vienen pronto, se hará tarde.

—Parece que ya vienen ay

—contestó el asistente.

—Entonces, tú ponte allí. A ver, ¿qué pistola traes?

—La que usted me dio, mi jefe. La mitigüeson.

—Sácala pues, y toma estas cajas de parque. ¿Cuántos tiros dices que tienes?

—Unas quince docenas, con los que he arrejuntado hoy, mi jefe. Otros hallaron hartos, yo no.

—¿Quince docenas?... Te dije el otro día que si seguías vendiendo el parque para emborracharte iba a meterte una bala en la barriga.

—No, mi jefe.

—No mi jefe, qué.

—Que me embriago, mi jefe, pero no vendo el parque.

—Pues cuidadito, porque me conoces. Y ahora ponte vivo, para que me salga bien esta ancheta. Yo disparo y tú cargas las pistolas. Y oye bien esto que te voy a decir: si por tu culpa se me escapa uno siquiera de los colorados, te acuesto con ellos.

—¡Ah, qué mi jefe!

—Como lo oyes.

El asistente extendió su frazada sobre el suelo y vació en ella las cajas de cartuchos que Fierro acababa de darle. Luego se puso a extraer uno a uno los tiros que traía en las cananas de la cintura. Quería hacerlo tan de prisa, que se tardaba más de la cuenta. Estaba nervioso, los dedos se le embrollaban.

—¡Ah, qué mi jefe! —seguía pensando para sí.

Mientras tanto, del otro lado de la cerca que limitaba el segundo corral fueron apareciendo algunos soldados de la escolta. Montados a caballo, medio busto les sobresalía del borde de las tablas. Muchos otros se distribuyeron a lo largo de las dos cercas restantes.

Fierro y su asistente eran los únicos que estaban dentro del primero de los tres corrales: Fierro, con una pistola en la mano y el sarape caído a los pies; el asistente, en cuclillas, ordenando sobre su frazada las filas de cartuchos. El jefe de la escolta entró a caballo por la puerta que comunicaba con el corral contiguo y dijo:

—Ya tengo listos los primeros diez. ¿Te los suelto?

Fierro respondió:

—Sí, pero antes entéralos bien del asunto: en cuanto asomen por la puerta yo empezaré a dispararles; los que lleguen a la barda y la salten quedan libres. Si alguno no quiere entrar, tú métele bala.

Volvió el oficial por donde había venido, y Fierro, pistola en mano, se mantuvo alerta, fijos los ojos en el estrecho espacio por donde los prisioneros iban a irrumpir. Se había situado lo bastante próximo a la valla divisoria para que, al hacer fuego, las balas no alcanzaran a los colorados que todavía estuviesen del lado de ella: quería cumplir lealmente lo prometido. Pero su proximidad a las tablas no era tanta que los prisioneros, así que empezase la ejecución, no descubrieran, en el acto mismo de trasponer la puerta, la pistola que les apuntaría a veinte pasos. A espaldas de Fierro el sol poniente convertía el cielo en luminaria roja. El viento seguía soplando.

En el corral donde estaban los prisioneros creció el rumor de voces —voces que los silbos del viento destrozaban, voces como de vaqueros que arrearan ganado—.

Era difícil la maniobra de hacer pasar del corral último al corral de en medio a los trescientos hombres condenados a morir en masa; el suplicio que los amenazaba hacía encresparse su muchedumbre con sacudidas de organismo histérico. Se oía gritar a la gente de la escolta, y, de minuto en minuto, los disparos de carabina recogían las voces, que sonaban en la oquedad de la tarde como chasquido en la punta de un latigazo.

De los primeros prisioneros que llegaron al corral intermedio un grupo de soldados segregó diez. Los soldados no bajaban de veinticinco. Echaban los caballos sobre los presos para obligarlos a andar; les apoyaban contra la carne las bocas de las carabinas.

—¡Traidores! ¡Jijos de la rejija! ¡Ora vamos a ver qué tal corren y brincan! ¡Eche usté p’allá, traidor!

Y así los hicieron avanzar hasta la puerta de cuyo otro lado estaban Fierro y su asistente. Allí la resistencia de los colorados se acentuó; pero el golpe de los caballos y el cañón de las carabinas los persuadieron a optar por el otro peligro, por el peligro de Fierro, que no estaba a un dedo de distancia, sino a veinte pasos.

Tan pronto como aparecieron dentro de su visual, Fierro los saludó con extraña frase —frase a un tiempo cariñosa y cruel, de ironía y de esperanza:

—¡Ándenles, hijos: que nomás yo tiro y soy mal tirador!

Ellos brincaban como cabras. El primero intentó abalanzarse sobre Fierro, pero no había dado tres saltos cuando cayó acribillado a tiros por los soldados dispuestos a lo largo de la cerca. Los otros corrieron a escape hacia la tapia: loca carrera que a ellos les parecía como de sueño. Al ver el brocal del pozo, uno quiso refugiarse allí: la bala de Fierro lo alcanzó primero. Los demás siguieron alejándose; pero uno a uno fueron cayendo —Fierro disparó ocho veces en menos de seis segundos—, y el último cayó al tocar con los dedos los adobes que, por un extraño capricho de este momento, separaban de la región de la vida la región de la muerte.

Algunos cuerpos dieron aún señales de estar vivos; los soldados, desde su puesto, tiraron para rematarlos. Y vino otro grupo de diez, y luego otro, y otro, y otro. Las tres pistolas de Fierro —dos suyas, la otra de su ordenanza— se turnaban en la mano homicida con ritmo infalible. Cada una disparaba seis veces —seis veces sin apuntar, seis veces al descubrir— y caía después encima de la frazada.

El asistente hacía saltar los casquillos quemados y ponía otros nuevos. Luego, sin cambiar de postura, tendía hacia Fierro la pistola, el cual la tomaba casi al soltar la otra. Los dedos del asistente tocaban las balas que segundos después tenderían sin vida a los prisioneros; pero él no levantaba los ojos para ver a los que caían: toda su conciencia parecía concentrarse en la pistola que tenía entre las manos y en los tiros, de reflejos de oro y plata, esparcidos en el suelo. Dos sensaciones le ocupaban lo hondo de su ser: el peso frío de los cartuchos que iba metiendo en los orificios del cilindro y el contacto de la epidermis, lisa y cálida, del arma. Arriba, por sobre su cabeza, se sucedían los disparos con que su jefe se entregaba al deleite de hacer blanco.

El angustioso huir de los prisioneros en busca de la tapia salvadora —fuga de la muerte en una sinfonía espantosa donde la pasión de matar y el ansia inagotable de vivir luchaban como temas reales— duró cerca de dos horas, irreal, engañoso, implacable. Ni un instante perdió Fierro el pulso o la serenidad. Tiraba sobre blancos movibles y humanos, sobre blancos que daban brincos y traspiés entre charcos de sangre y cadáveres en posturas inverosímiles, pero tiraba sin más emoción que la de errar o acertar. Calculaba hasta la desviación de la trayectoria por efecto del viento, y de un disparo a otro la corregía.

Algunos prisioneros, poseídos de terror, caían de rodillas al trasponer la puerta: la bala los doblaba. Otros bailaban danza grotesca al abrigo del brocal del pozo hasta que la bala los curaba de su frenesí o los hacía caer, heridos, por la boca del hoyo. Casi todos se precipitaban hacia la pared de adobes y trataban de escalarla trepando por los montones de cuerpos entrelazados, calientes, húmedos, humeantes: la bala los paralizaba también. Algunos lograban clavar las uñas en la barda, hecha de paja y tierra, pero sus manos, agitadas por intensa ansiedad de vida, se tornaban de pronto en manos moribundas.

 

Martín Luis Guzmán Memorias de Pancho Villa [1951] (fragmento)

 

Francisco L. Urquizo Tropa vieja [1937] (fragmento)

 

…Estábamos en guerra los pobres desamparados y hambrientos de los campos, contra otros pobres también desamparados y hambrientos, pero apergollados por una disciplina militar: la misma necesidad teníamos todos de justicia y en la desesperación de unos y de otros, peleábamos hasta matarnos, con toda nuestra alma, para acabar de una vez no con los opresores de arriba, sino con nosotros mismos; acabar una vida que nunca había de ser mejor, para ver si era cierto que en el otro mundo se podía encontrar lo que aquí escaseaba para todos.

¿A poco creían los rebeldes que ganando ellos iban a acabar con los poderosos, con los patrones, con los que tuvieron la suerte de educarse bien? Podrían tirar a un mandón, pero no sería sino para poner a algún otro en su lugar. ¿La igualdad?; imposible; siempre habría de haber ricos y pobres, desmedrados y opulentos; igualdad, sólo en la muerte y aun eso mismo estaba todavía por verse.

¿Quién sabe el más allá? Y si era cierto lo que decían los curas, también en la otra vida habría de haber un infierno para los desafortunados y una gloria para los que tuvieron mejor suerte; y en vez de patrones españoles, jefes políticos, y cabos y sargentos, puede que hicieran allí sus veces los santos y los profetas y los mártires o como se llamaran, los que pudieran más en poder o en influencia. Los pobres de esta tierra puede que fueran los pecadores o los condenados en la otra vida; ¿no éramos los pobres aquí, los que matábamos y robábamos y hacíamos todo el mal? ¿No eran los ricos aquí los que no derramaban la sangre de las gentes y los únicos que podían rezar en una iglesia y hacer la caridad con su dinero? Forzosamente en el otro mundo, tendríamos que seguir de igual manera…

 

Referencias


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