Punto de vista/narrador

Punto de vista del narrador

Es importante decir que la decisión del autor en torno a que el narrador cuente la historia desde la primera, segunda o tercera persona, no es la única elección que debe de hacer. De hecho, deberá de definir cuál es el conocimiento de la historia que tiene ese narrador y, además, cuál es el foco (alcances visuales) que dará al testigo de los hechos.

Entonces, además de que el autor elige el tipo de narrador; homodiegético, autodiegético y extradiegético, debe elegir los “privilegios” que tendrá el narrador, es decir, las limitaciones visuales que tiene o el conocimiento global o parcial que posee sobre la historia que está contando, así como la posibilidad de estar en un solo lugar o de transportarse a otros casi simultáneamente. Dependiendo de estas características podemos hablar del narrador: omnisciente, protagonista, personaje secundario y observador. Desde luego, estos narradores deberán hacerlo desde una voz gramatical. Lo más común es lo siguiente:

Da clic en cada tipo de voz gramatical para ver un ejemplo

Es aquel en torno al cual gira la historia y la narra desde una visión que suele ser tan amplia como su propia vista y tan profunda como sus reflexiones, sus emociones y sus sentimientos

Es aquel que participa en la historia (sin ser el protagonista). Pero es él quien toma la voz y relata los hechos. Lo hace desde las limitaciones de una persona que sólo puede hablar de lo que está al alcance de su vista o que tiene que relatar lo que alguien más le cuenta.

Es aquel que tiene una visión panorámica total de la historia. Todo lo sabe y todo lo ve. Tiene el don de estar en todas partes o de estar en dos lugares al mismo tiempo (lo mismo puede estar observando un hecho, que estar dentro de la cabeza de cualquiera de los personajes).

Es aquel que cuenta, exclusivamente lo que ve. Lo hace como si fuera una cámara de cine.

Ahora realiza el ejercicio 2.

Bares vacíos

Martín Cristal

(fragmento)

Podría estar peor. Podría estar enfermo. No estoy enfermo. Podría no tener un techo. Lo tengo, al menos por ahora. Tengo casa y salud, dos cosas que muchos no tienen. Y también trabajo: mañana empiezo en el Vampire State. No es el lugar que yo quería. Preferiría un bar de viejos, silencioso, quizá con ruido de bolas del billar entrechocándose. A lo mejor alguna música de fondo, algo suave y liviano, podría ser jazz, por qué no, el ritmo marcado por la caricia de unas escobillas y un bajo cadencioso, sosteniendo la melodía lenta de un piano o un saxofón haragán. Sobre ese telón, algunos vasos que brindan o cucharitas de café tintineando al revolver el azúcar en el fondo invisible de las tazas, aunque ni el azúcar ni el café le hagan demasiado bien a la vejez de esos viejos que vienen a mi bar perfecto e imaginario a conversar. Pueden conversar tranquilamente porque el volumen de la música es gentil y los deja superponer su murmullo a las escobillas y las cucharitas, los deja contarme sus historias acomodados en la barra; les permite explicarme cómo se llega a viejo. Yo no soy viejo. Ser viejo no tiene nada de malo, a excepción de las faltas de respeto de los más jóvenes, de la indiferencia del gobierno —sea del país que sea— y también de los problemas de salud. Pero soy joven, y estoy sano. Podría estar peor.

En el ejemplo, puedes observar que el narrador cuenta desde la primera persona “Podría estar peor. Podría estar enfermo. No estoy enfermo”. Además, el protagonista, desde este primer momento nos deja ver sus reflexiones “Yo no soy viejo. Ser viejo no tiene nada de malo, a excepción de las faltas de respeto de los más jóvenes, de la indiferencia del gobierno —sea del país que sea— y también de los problemas de salud”. Más adelante, nos toparemos con toda su intimidad, con sus emociones y sentimientos.

Un escándalo en Bohemia

Arthur Conan Doyle

(fragmento)

Una noche —fue el 20 de marzo de 1888— volvía de visitar a un paciente (había vuelto al ejercicio de mi profesión como médico civil), cuando mi recorrido de regreso a casa me obligó a pasar por Baker Street. Al pasar por aquella puerta tan familiar para mí, que siempre estará asociada en mi mente a la época de mi noviazgo y a los oscuros incidentes del Estudio en escarlata, me sentí invadido por un intenso deseo de ver a Holmes y de saber cómo estaba empleando, ahora, sus extraordinarias facultades. Sus habitaciones estaban brillantemente iluminadas. Al levantar la mirada hacia ellas, noté su figura alta y esbelta pasar dos veces, convertida en negra silueta, cerca de la cortina. Estaba recorriendo la habitación rápida, ansiosamente, con la cabeza sumida en el pecho y las manos unidas a la espalda. Para mí, que conocía a fondo cada uno de sus hábitos y de sus estados de ánimo, su actitud y su comportamiento eran reveladores. Estaba trabajando de nuevo. Se había sacudido de sus ensueños toxicómanos y estaba sobre la pista candente de algún nuevo caso. Toqué la campanilla y fui conducido a la sala que por tanto tiempo compartí con Sherlock.

No fue muy efusivo. Rara vez lo era; pero creo que se alegró de verme. Casi sin decir palabra, aunque con los ojos brillándole bondadosamente, me indicó un sillón, me arrojó su cajetilla de cigarrillos y señaló hacia una botella de whisky y un sifón que había encima de una cómoda. Entonces se puso de pie frente al fuego y me miró con el detenimiento tan peculiar de él.

—El matrimonio le sienta bien —me dijo—. Creo, Watson, que ha aumentado unas siete libras y media desde que no nos vemos.

Como puedes observar, en este relato la voz la tiene uno de los personajes. Se trata del doctor Watson, el compañero del muy conocido Sherlock Holmes (quien es el personaje principal de las novelas y relatos escritos por Arthur Conan Doyle). En este fragmento puedes observar que el narrador habla desde la primera persona “Una noche —fue el 20 de marzo de 1888— volvía de visitar a un paciente, había vuelto al ejercicio de mi profesión como médico civil, cuando mi recorrido de regreso a casa me obligó a pasar por Baker Street”. Lo hace, además, desde su visión parcial (él no puede ver lo que sucede adentro de la casa de Holmes, por eso lo describe: “me sentí invadido por un intenso deseo de ver a Holmes y de saber cómo estaba empleando, ahora, sus extraordinarias facultades. Sus habitaciones estaban brillantemente iluminadas. Al levantar la mirada hacia ellas, noté su figura alta y esbelta pasar dos veces, convertida en negra silueta, cerca de la cortina”). Finalmente, con el diálogo nos damos cuenta de quién es el narrador “—El matrimonio le sienta bien —me dijo—. Creo, Watson, que ha aumentado unas siete libras y media desde que no nos vemos”.

Cien años de soledad

Gabriel García Márquez

(fragmento)

Muchos años después, al frente del pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella remota tarde en que su padre lo llevo a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo.

Todos los años, por el mes de marzo, una familia de gitanos desarrapados plantaba su carpa cerca de la aldea y con un grande alboroto de pitos y timbales daban a conocer los nuevos inventos. Primero llevaron el imán. Un gitano corpulento, de barba montaraz y manos de gorrión, que se presentó con el nombre de Melquiades, hizo una truculenta demostración pública de lo que él mismo llamaba la octava maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia. Fue de casa en casa arrastrando dos lingotes metálicos, y todo el mundo se espantó al ver que los calderos, las pailas, las tenazas y los anafes se caían de su sitio, y las maderas crujían por la desesperación de los clavos y tornillos tratando de desenclavarse, y aun los objetos perdidos desde hacía mucho tiempo aparecían por donde más se les había buscado y se arrastraban en desbandada turbulenta detrás de los fierros mágicos de Melquiades. “Las cosas tienen vida propia —pregonaba el gitano con áspero acento—, todo es cuestión de despertarles el ánima”. José Arcadio Buendía, cuya desaforada imaginación iba siempre más lejos que la magia, pensó que era posible servirse de aquella invención inútil para desentrañar el oro de la tierra. Melquíades, que era un hombre honrado, le previno: “Para eso no sirve.” Pero José Arcadio Buendía no creía en aquél tiempo en la honradez de los gitanos, así que cambió su mulo y una partida de chivos por los dos lingotes imantados... Exploró palmo a palmo la región, inclusive el fondo del río, arrastrando en voz alta el conjuro de Melquiades. Lo único que logró desenterrar fue una armadura del siglo XV con todas sus partes soldadas por un cascote de óxido cuyo interior tenía la resonancia hueca de un enorme calabazo lleno de piedras...

Como puedes observar, la voz narradora es en tercera persona “el coronel Aureliano Buendía”. En este caso, se trata de un narrador que conoce el presente, el pasado y el futuro “Muchos años después, al frente del pelotón de fusilamiento… Macondo era entonces una aldea de veinte casas… Lo único que logró desenterrar fue una armadura del siglo XV”. Y desde luego, se trata de un narrador que está fuera de la historia, observándola. Al avanzar en la magia y la sensibilidad de la obra, es posible advertir que se trata de un narrador omnisciente que sabe lo que los personajes piensan “todo el mundo se espantó al ver que los calderos, las pailas, las tenazas y los anafes se caían de su sitio...”, “Pero José Arcadio Buendía no creía en aquél tiempo en la honradez de los gitanos…”.

Alumno: