Programa de Cómputo para la Enseñanza: Cultura y Vida Cotidiana: 1900-1920

Historia de México II. Primera Unidad: Crisis del Porfiriato y México Revolucionario 1900-1920

Cultura y Vida Cotidiana 1900 a 1920

Propósitos: Valorar el impacto sociocultural de la Revolución Mexicana, así como la diversidad de grupos sociales y regionales participantes en ella

Humberto Domínguez Chávez. Julio de 2013

 

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El contexto de la vida cotidiana

 

Las condiciones socioeconómicas de la gran mayoría de la población, que habitaba en las zonas rurales y las pequeñas poblaciones, eran precarias; siendo al mismo tiempo quienes sostenían el funcionamiento del aparato productivo agropecuario, además de abastecer la naciente transformación del sistema productivo orientado a la agro y minera exportación que implantó el Porfiriato para el país, con su modernización al servicio del imperialismo, sobre todo estadounidense.

 

Estas poblaciones rurales enfrentaron con poco éxito enfermedades endémicas, como el paludismo, la fiebre amarilla y el cólera, además de otras asociadas con la miseria, como la tuberculosis y las infecciones gástricas; quienes serían atendidas en sus casas por curanderas y las propias jefas de familia, quienes administraban toda una gama de remedios herbolarios, que no había cambiado desde época prehispánica, ante la ausencia de servicios de salud pública y medicinas. Adicionalmente, tenían que lidiar en sus jacales con una fauna nociva de insectos y reptiles; como comenta Staples (2010):

 

De día colmaban la paciencia, de noche, infectaban pelo, ropa, colchones, petates, sarapes y animales domésticos. Tampoco se podía evitar su reproducción ni las enfermedades que transmitían.

Familia campesina [ca. 1900]

 

 

    Alabado.mp3

Cántico del Alabado

Contra las epidemias purificaban el ambiente con ramilletes de flores aromáticas, el vapor de especias o se fumigaba con azufre, además de lavar, quienes contaban con ellas, las puertas, ventanas y letrinas con cal; en casos extremos se quemaban las casas, como sucedió en Mazatlán en 1902, apunta Staples, mientras la principal causante de estas pandemias, el hambre, era el estado cotidiano en que vivía la mayor parte de los habitantes de las zonas rurales.

 

La gran mayoría de la población era analfabeta, cuya ignorancia se mantenía con el apoyo de la Iglesia, la que contribuía a mantener el orden existente, siendo común que los peones iniciaran el día y tomaran sus alimentos con el rezo o cántico del Alabado, fincando en una vida posterior a la muerte una existencia que pocas satisfacciones tenía en su realidad.

 

Peón en hacienda pulquera [ca. 1905]

 

Para su alimentación dependían fundamentalmente del maíz, ingerido como atoles y tortillas. Si se contaba con la leche de una vaca propia, ésta se consumía recién ordeñada, además de hacerse con ella nata, mantequilla y queso, siendo común la ingesta de insectos, como hormigas y chapulines, además de otros animales como gusanos, batracios y reptiles, para completar su dieta de proteínas, en donde era fundamental el consumo de frijoles. En las poblaciones algunos podían consumir el pan dulce, y las garnachas y gorditas, acompañándolos con chocolate o champurrado. Variando la alimentación de conformidad con la ubicuidad socioeconómica de las familias.

 

Las unidades de producción tradicionales en México habían sido extensivas, que se denominaban haciendas, las cuales para el Porfiriato sumaban algunos miles e integraban un universo cerrado, comenta Loyo (2010: 175); cuyos dueños vivían en la capital y pasaban cortas temporadas como visitantes distinguidos en sus propiedades, mientras quienes residían en ellas mantenían una estrecha relación con los jefes políticos, los políticos locales y los sacerdotes, por lo que el poder económico supeditaba a su influencia las esferas de lo social y político, ya que actuaban como la autoridad real en las comarcas en donde extendían su poder absoluto.

 

La administración de sus propiedades quedaba en manos de encargados, que se apoyaban en mayordomos y capataces, quienes mantenían la producción con base en el trabajo de los peones, además de la colaboración estacional de medieros, aparceros y de pequeños propietarios; cuyas actividades estaban sujetas a las decisiones e intereses de las de los propietarios de las grandes propiedades. Existían trabajadores temporales, quienes ejercían diversos oficios en las comunidades rurales, además de que fue creciente la incorporación de vaqueros, con lo que se fue conformando un incipiente proletariado rural, sobre todo en el norte del país.

 

 

Se cocinaba con leña o carbón, continúa Staples, y para el abasto se acudía en las poblaciones a los mercados callejeros, los tianguis, ya que sería hasta principios del siglo XX cuando se construirían edificaciones permanentes en las ciudades para estas funciones; otra de las razones para la compra diaria radicaba en la ausencia de mecanismos para refrigerar los alimentos, lo que generalizó el secado y salado de la carne para su consumo posterior a la matanza de los animales, como tasajo o carne seca, dependiendo de las zonas sur y norte del país. Para los grupos acomodados de las zonas urbanas existían las tiendas de ultramarinos, que ofrecían almendras, aceitunas, ciruelas pasas y aceite de oliva.

 

La población rural acudía a pozos artesianos o arroyos para el abasto de agua para sus necesidades, existiendo en las ciudades fuentes públicas, desde donde los aguadores la transportaban en cántaros sobre carretas para su distribución en las casas, en donde se vaciaba en grandes conos de piedra volcánica, que actuaban como filtros para su consumo. Para los inicios del siglo XX algunas ciudades contaron con electricidad y el beneficio de las bombas para surtir algunas zonas con agua potable.

 

Aguador [ca. 1900]

 

Pulquería en Tacubaya [ca. 1885]

El líquido se utilizaba para todo, menos para el baño, ya que según el criterio de la época ponía en peligro la salud, tanto física como moral; por lo que los hombres acudían desde mitad del siglo XIX a los baños públicos, mientras que la mujeres realizaban su aseo personal en sus domicilios.

 

Con el ferrocarril fue posible distribuir el pulque desde su área de producción en Hidalgo, Estado de México y Tlaxcala a una mayor área geográfica, ya que era de corta vida; el cual se consumía en grandes cantidades en las ciudades y el campo, para acompañar las comidas. Siendo la fuente de riqueza de múltiples familias aristocráticas porfiristas, los hacendados pulqueros como les llamó José Vasconcelos en 1921, dentro de los cuales destacó Ignacio Torres Adalid:

 

Tan sólo por esto son conocidos los que entre ellos se reputan aristócratas. Sus obras son los tinacales donde fermenta el pulque. Haciendo todo esto llevan siglos y sin embargo son ellos los amos, y si pasa el tiempo y no se toman medidas justas, nuestro pueblo tendrá que volver a hablarles como antes, con el sombrero en la mano. A ellos, familias sin gloria, pergaminos de maguey, aristocracia pulquera. Mientras subsistan no será posible educar, no será posible salvar a la población del centro de México.[4]

 

 

En las ciudades los adultos de escasos recursos se reunían en las pulquerías, comenta Speckman (2006), muy numerosas en una época en que el consumo de cerveza se restringía a otros estratos sociales, lo que generó campañas antialcohólicas difundidas por el gobierno en todas partes, y con mayor razón en las escuelas, ya que el consumo de pulque se encontraba incluido tradicionalmente como alimento, incluso en las fondas.

 

A las pulquerías se llegaba después de un encuentro fortuito en la calle o plaza, ya que no eran un punto de reunión particular y estaban abiertas sólo hasta media tarde.

 

La preocupación por la moralización de la sociedad, que también ocuparía a los políticos más radicales de la época posrevolucionaria, fue una inquietud constante en los planteamientos liberales y porfiristas; ya que desde el siglo XIX se buscó erradicar lo que se consideraba conformaban vicios arraigados entre la población que condenaban al país al atraso, dentro de los que se apuntaban a la embriaguez, el adulterio y la prostitución, además de la holgazanería, ociosidad e ignorancia, comenta Briseño (2005: 428-430); siendo fundamental para el desarrollo del país el lograr incrementar la educación, para lograr el progreso en una sociedad civilizada.

 

Para este fin se consideró indispensable incrementar las escuelas, además de que durante el Porfiriato se insistió en la repetición mecánica de catecismos cívicos y religiosos, los sermones en las misas, y los impartidos por las mujeres mayores en el contexto familiar; sin que en estos esfuerzos dejemos de tomar en cuenta la importancia económica de estas campañas moralizadoras, ya que como señala Briseño:

Pulquería [ca. 1900]

 

Entre las clases bajas, por su parte, se debía presionar para tratar de arrancar de raíz aquellos vicios sumamente arraigados, que se consideraban como las principales amenazas de la sociedad por atentar contra los intereses de la burguesía, pues si el trabajo era uno de los bastiones del capitalismo, era importante que la población estuviera concentrada en sus ocupaciones y no cayera en conductas irresponsables hacia él. Es decir, de qué serviría a sus intereses contar con trabajadores alcohólicos, flojos, promiscuos o afectos al juego de naipes.

 

 

Escuela cercana a la Villa de Guadalupe [ca. 1905]

Esta educación moral se impartía en la escuela básica, en cuyos textos se fomentaba el respeto al prójimo, además de la puntualidad, obediencia, gratitud, y el amor filial, fraternal y a los semejantes, impulsándose el desinterés y la abnegación, comenta Briseño (2005: 438-440).

 

Resaltándose la importancia de la ciencia, las máquinas, los aparatos, las comunicaciones y los transportes, además de hacerse un reconocimiento a los sabios, los descubridores e inventores, en el nuevo contexto del conocimiento de la época. Además de quedar claro, de manera implícita y acorde a las características de la modernidad pregonada, que los pasos que deberían guiar a la humanidad serían la exhortación por el amor al trabajo, al progreso y al dinero; lo que integraba los elementos del culto al capital, fincados en la convicción de un futuro mejor y la confianza de que por medio del trabajo se alcanzaría un porvenir más próspero.

 

Planteamientos que también estuvieron incluidos en el programa de moral para la Escuela Nacional Preparatoria en 1907, en donde además de señalarse la importancia de los vínculos sociales y la necesidad de obtener el perfecto desarrollo físico, intelectual y moral de cada uno, se pregonaba la unión cooperativa de todos para realizar el bien común; en donde se reconocía, siguiendo el positivismo de la escuela de Comte y de Spencer, el tránsito de la educación moral desde los periodos teológico y metafísico al positivo, planteando la necesaria integración de todos a una moral absoluta o universal.

 

Haciéndose referencia a algunos rasgos negativos de los individuos, que se consideraban inadecuados, como la mentira, la glotonería y la embriaguez, además de señalarse los ideales que se busca desarrollar, como la abstinencia, la castidad, la monogamia y la higiene; valores que también estaban en consonancia con una sociedad tradicional y católica.

 

Casa de la familia Braniff [1905]

 

Por lo que se refiere a la vida urbana, y tomando como referente a la ciudad de México, apuntan De la Torre (2006) y Ortiz (2006), para el inicio de la Revolución su población era de 720,753 habitantes, que ocupaban una extensión de 40.5 Km2; en donde los más beneficiados vivían en colonias diseñadas como las urbes europeas, lo que también se presentaba en otras ciudades, con amplias residencias lujosamente amuebladas que contaban con calles pavimentadas, luz eléctrica y tranvías, agua potable (bombeada desde Nativitas hacia una planta instalada en la colonia Condesa a partir de 1912) y drenaje, servicios de limpia y vigilancia, además del servicio telefónico (1917).

Ortiz (2006:121)

 

Cuyo mobiliario había sido traído de Europa o de los Estados Unidos, o había sido adquirido en los céntricos y novedosos almacenes que se habían abierto, como El Palacio de Hierro, El Puerto de Liverpool o El Centro Mercantil.

 

Se provocó, en la alta sociedad mexicana, el deseo de poseer muebles franceses, vestidos franceses, comida francesa. Y al mismo tiempo, invadió a esa misma sociedad el miedo al “qué dirán”, una pasión por “el buen tono”, por las exterioridades del orden y del progreso… La clase gobernante, Porfirio Díaz en particular, no deseaba más que colocar a México, por fin, “a la altura de las naciones civilizadas del orbe”.[5]

 

En las primeras décadas del siglo XX, señalan Collado (2006) y Ortiz (2006), se apreció un crecimiento habitacional para este grupo social en las colonias Cuauhtémoc, Juárez, Roma sur y norte; que se incrementaría en épocas posteriores, con la ampliación de la Avenida Insurgentes hacia San Ángel en 1921, con nuevos desarrollos como las colonias Del Valle (1922) e Hipódromo Condesa (1925), Guadalupe Inn (1927), además de Chapultepec Heights y Polanco (1930).

 

Speckman (2006)

 

La mayoría de la población, los más pobres, ocuparon desde las primeras décadas del siglo XX el oriente de la ciudad, en los alrededores del Lago de Texcoco, además de unir con crecientes asentamientos el pueblo de Tacuba con la Calzada del Río del Consulado al poniente; mientras que en el centro de la Ciudad de México transformaron las viejas edificaciones de otras épocas en casas de vecindad, de uno o varios pisos y patios, plagadas de fauna nociva.

 

El hacinamiento era la característica principal de las ciudades, junto con el descuido, comenta Staples (2010: 150). Se habilitaron accesorias para uso comercial en el frente de las vecindades, y en su interior se adaptaron las construcciones para alojar diversas viviendas; las cuales podían contar con una o varias habitaciones, cuya calidad y amplitud disminuían desde el frente de la edificación hacia su interior.

 

En los patios se encontraba el área de servicios comunes con lavaderos, tendederos y retretes, además de servir para encender los braceros con que se cocinaba; constituyendo esta área un lugar de convivencia de los vecinos, en donde las mujeres platicaban y jugaban los niños.

 

En su gran mayoría las viviendas se integraban con una sola habitación, que se podía dividir para separar el área de la cocina y comedor, con su fogón y/o bracero, del dormitorio.

 

La iluminación y ventilación era escasa, si acaso una ventana junto a la puerta de entrada, la cual se abría hacia el patio de la vecindad; en donde podían encontrarse diversos animales domésticos y de granja. Su mobiliario era modesto y limitado, consistente en una repisa en la pared, o huacales para colocar la despensa y los trastes, que se completaba con mesa y lámparas de petróleo, cama o petates, algún tipo de armario o ropero, taburete con aguamanil para el aseo, además de cántaros para acarrear el agua de la fuente más cercana, y la bacinica para el servicio sanitario nocturno, ya que no existía red de agua entubada y drenaje.

 

Existiendo en las viviendas más favorecidas varias habitaciones, apuntan Camacho (2006), Speckman (2006), De la Torre (2006) y Lewis (1964), con sillas o sillones y una mesa para una sala en donde se recibían las visitas.

 

Estas condiciones de vida no propiciaban la intimidad; en los patios comunes los habitantes vivían bajo el escrutinio de los vecinos, sobre todo de las porteras que cerraban y abrían la casa vigilando a la comunidad, al ser responsables de la vivienda y fungir como recolectoras de las rentas que se pagaban por esos tugurios.

 

Familia José Guadalupe Posada. (De la Torre, 2006: 34)

 

Por su parte, al interior de las viviendas tampoco existía privacidad, ya que las viviendas eran compartidas con familiares de diverso tipo, formando familias extensas, además de ofrecer refugio a los amigos y compañeros de trabajo, que carecían de un lugar para pernoctar.

 

Por estas razones la construcción de viviendas de interés social estaría en la mente de los gobernantes y arquitectos durante la posrevolución, hasta su gran desarrollo en la segunda mitad del siglo XX.

 

Tranvías en el Zócalo de la ciudad de México [ca. 1905]

 

En relación con el atavío en las ciudades de los inicios del siglo XX, señala Staples (2010: 139) que los grupos sociales mejor beneficiados económicamente:

 

…importaban su ropa de París o la hacían coser por modistos franceses recién llegados… Iban de compras a tiendas llenas de artículos importados como El Palacio de Hierro, El Puerto de Liverpool o el Puerto de Veracruz.

 

Sin embargo, su higiene no se diferenciaba de la que se acostumbraba entre las clases populares, ya que se mudaban de ropa por motivos de la moda, y no por bañarse.

 

Con el Porfiriato se asume que cambiaron las costumbres, continúa Staples, ya que a partir de 1876 se gravaron con impuestos los perfumes, jabones, cosméticos, pomadas y agua de azahar, lo que permite suponer que sus ventas se incrementaron, diferenciando socialmente a los individuos que estaban separados económicamente, cuando menos en los humores que despedían.

 

Lo que se puede apreciar en las crecientes demandas por diferenciar socialmente las funciones de los teatros y el cinematógrafo, ya que lo importante era la apariencia y, sobre todo, la gente que rodeaba a los individuos, apunta Staples.

 

 

La indumentaria ubicaba el grupo social. En los hombres los huaraches, la camisa y calzón de manta, sarapes y sombreros de paja identificaban a los más pobres. La mezclilla o gabardina y gorras a los artesanos y obreros; mientras que la clase media y los ricos generalizaron un atavío a la americana, con traje y chaleco de casimir y corbata. Comentan Ortiz (2006) y Speckman (2006) que las mujeres pobres usaban el pelo largo, comúnmente en trenzas; vestían huipil, enaguas de percal o largos vestidos estampados y de colores llamativos, delantal y rebozo, y andaban descalzas o con huaraches.

 

Los hombres usaban sombreros, los pertenecientes a los grupos acomodados en general de fieltro y de carrete hacia los años de 1920, mientras que los más modestos usaban sombreros rancheros de ala ancha, de los cuales existían decenas de modelos, que identificaban la región de procedencia. Los grupos sociales se diferenciaban en el calzado que portaban, siendo los huaraches el de la población más pobre, mientras que los grupos mejor ubicados económicamente vestían zapatos. Las mujeres mayores usaban vestidos de telas negras, mientras las jóvenes de telas decoradas, siendo muy populares los círculos de colores, además de taparse todas ellas con rebozos, de los cuales existía toda una variedad de decorados y acabados.

 

Villa de Guadalupe [ca. 1905]

 

Plaza Lerdo en la ciudad de México [ca. 1900]

 

A partir de la segunda mitad del siglo XIX se abrieron establecimientos públicos, los cafés, salones de té y neverías, comenta Staples, que proporcionaron nuevos lugares de convivencia y esparcimiento para leer los periódicos, que se incrementaron a medida que transcurrió el siglo XIX, además de realizar encuentros con conocidos y participar en tertulias literarias y pequeños conciertos, además de hacer vida social en lugares públicos.

 

Otros lugares de esparcimiento y diversión continuaron su funcionamiento, en donde se celebraban palenques y corridas de toros, además de los sitios para los juegos de azar. Mientras que las plazas de las poblaciones adquirieron una nueva vida con el Liberalismo, convirtiéndose en lugares para pasear por las tardes y reunirse para asistir a las conmemoraciones cívicas que suplieron a las religiosas. La llegada del personal extranjero de las empresas, que explotaban los recursos naturales nacionales, popularizó nuevos deportes, como el futbol y el béisbol, por ingleses y estadounidenses.

 

Mientras que hacia el principio del siglo XX se popularizó la bicicleta, además de continuarse la ejercitación de la equitación, por los grupos sociales más pudientes. El asistir al teatro fue una costumbre de los burgueses y las clases medias, lo que incluso fue impulsado por el Gran Círculo de Obreros de México, para educar a sus cuadros sindicales, comenta Staples (2010: 163), por lo que durante el Porfiriato se generalizó en el país la construcción de edificaciones; sin embargo, para finales del siglo XIX paulatinamente se cambiaron las preferencias por el cinematógrafo y el teatro de zarzuela. A pesar de medio siglo de gobiernos liberales, señala Staples (2010: 169-171):

 

Los cambios, donde los hubo, se dieron sobre todo durante el Porfiriato y en ámbitos citadinos… En el campo, donde las autoridades compartían los gustos tradicionales por las procesiones, fiestas patronales, matrimonios religiosos y registros parroquiales, apenas hubo modificaciones.

 

Todas las mujeres, hasta la década de 1920, se recogían el pelo que usaban largo; las de los estratos pobres con trenzas a los lados, adornados con listones de colores las más jóvenes, mientras que las de las clases medias y aristocráticas se hacían diversos peinados que cubrían con enormes sombreros, muy decorados. En la década de los años de 1920 todas cambiarían su presencia con el pelo corto y sin peinados especiales, como muchachos; época en que las mujeres de los grupos sociales acomodados abandonaron los vestidos largos y entallados, y el uso del corsé de las primeras décadas del siglo XX, por vestidos cortos y sueltos, para moldear una figura sin formas, reduciendo pechos y caderas, para usar nuevamente vestidos entallados, y algo largos hasta media pierna, en los años de la década de 1930.

 

Lo necesario para el abasto tenía que surtirse cotidianamente, apunta De la Torre (2006), ante la carencia de frigoríficos y el limitado uso de aparatos enfriadores de madera a base de hielo, denominados hieleras; por lo que la clase media y el servicio doméstico de los ricos acudía al Mercado de La Merced, cuya afluencia disminuyó ante la creación de mercados públicos en diversas zonas de la urbe, posteriormente.

 

Mercado de la Merced [ca. 1900]

 

Adicionalmente, existían en el centro de la ciudad diversas casas comerciales de abarrotes, además de estanquillos en los barrios populares, en donde se podían adquirir alimentos enlatados y a granel.

 

El traslado en la ciudad, para grandes distancias, se realizaba principalmente en tranvías eléctricos, que se iniciaron con el siglo XX; sin embargo, se introdujeron los primeros camiones de pasajeros a partir de 1912, que permitían viajar del Zócalo hacia La Villa de Guadalupe, San Ángel, Tacuba o los nuevos fraccionamientos como la colonia Juárez y Roma.

 

Transporte en la ciudad de México. Avenida Juárez [ca. 1910

Estación Colonia de los Ferrocarriles

 

Canal de la Viga. Foto de Hugo Brehme [1904]

Para el transporte al interior del país operaron las estaciones Buenavista y Colonia del ferrocarril, señala Tavares (2010b); esta última inaugurada a finales del siglo XIX cerca del Paseo de la Reforma y la actual Avenida Insurgentes, que operó hasta 1940, al construirse la nueva Estación Pullman, cercana a la actual estación del tren suburbano en Buenavista.

 

Las visitas femeninas de los grupos populares al mercado, tiendas y panaderías, eran ocasiones aprovechadas por los enamorados para iniciar sus relaciones, además de las salidas de las jovencitas a todo tipo de mandados. El ideal social indicaba el matrimonio, siendo más común que las parejas huyeran de sus casas para consumar su unión, en algún hotel de paso, para volver al día siguiente a la casa paterna, multiplicando los habitantes de las pobres moradas.

 

Los más pobres utilizaban su tiempo libre para visitar el Zócalo, los canales y embarcaciones de La Viga, Santa Anita y Xochimilco, además de tener un momento de solaz en las ocasionales ferias alrededor de las iglesias, los esporádicos circos y en las numerosas carpas populares que presentaban una variedad, en tandas, con cantantes, bailarines y cómicos.

 

[4] Vasconcelos José (1921), “Aristocracia pulquera”, en El Maestro. Revista de Cultura Nacional, Vol. III, 1 de junio, pp. 215-217. [Olea, 2010: 218].

[5] Staples (2010: 171)

Referencias


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