Programa de Cómputo para la Enseñanza: Cultura y Vida Cotidiana: 1940-1970

Historia de México II Tercera Unidad: Modernización Económica y Consolidación del Sistema Político 1940-1970

La producción literaria de 1940 a 1970

Abril de 2012

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La Novela de la Revolución y los temas nacionales, regionales e indigenístas

 

Dentro del contexto del nacionalismo se impulsó el género de la Novela de la Revolución, iniciado desde finales del siglo XIX; que durante las primeras décadas del nuevo siglo había dado lugar a diversas obras, como Los de abajo [1916] de Mariano Azuela (1873-1952), para multiplicarse con las obras de Martín Luis Guzmán (1887-1997) El águila y la serpiente [1928], La sombra del caudillo [1930] y Memorias de Pancho Villa [1932]; Mi caballo, mi perro y mi rifle [1936] de José Rubén Romero (1890-1952); ¡Vámonos con Pancho Villa! [1931] y Se llevaron el cañón para Bachimba [1941], obras de Rafael F. Muñoz (1899-1972); además de Tropa Vieja [1937] de Francisco L. Urquizo (1891-1969).

 

Mauricio Magdaleno (1906-1986) contribuiría en 1932 con sus esfuerzos, los de Juan Bustillo Oro (1904-1989) y los de Rodolfo Usigli (1905-1979), por impulsar el interés por las cuestiones sociales con el grupo Teatro de Ahora, que buscaba crear obras de sentido social, antiburgués y revolucionario, tratando de llevar a escena la Revolución Mexicana. Para lo cual contaron con el apoyo del Secretario de Educación, Narciso Bassols; además de contribuir Magdaleno al género revolucionario con las novelas El resplandor [1937] y La tierra grande [1949], para convertirse además en uno de los grandes guionistas del cine mexicano de esas épocas, en películas como: Flor silvestre [1943], María Candelaria [1944], Río escondido [1947], Salón México [1948], Pueblerina [1948] y La malquerida [1949].

Las antorchas, grabado en linóleo de Leopoldo Méndez para la película Río Escondido [1947]

 

Martín Luis Guzmán El Águila y la Serpiente: "La fiesta de las balas" [1928] (fragmento)

Llegó al corral donde tenían encerrados, como rebaño de reses, a los trescientos prisioneros colorados condenados a morir, y se detuvo un instante a mirar por sobre las tablas de la cerca. Vistos desde allí, aquellos trescientos huertistas hubieran podido pasar por otros tantos revolucionarios. Eran de la fina raza de Chihuahua: altos los cuerpos, sobrias las carnes, robustos los cuellos, bien conformados los hombros sobre espaldas vigorosas y flexibles. Fierro consideró de una sola ojeada el pequeño ejército preso, lo apreció en su valor militar —y en su valer— y sintió una pulsación rara, un estremecimiento que le bajaba desde el corazón, o desde la frente, hasta el índice de la mano derecha. Sin quererlo ni sentirlo, la palma de esa mano fue a posársele en las cachas de la pistola.

—Batalla, ésta —pensó.

Indiferentes a todo, los soldados de caballería que vigilaban a los prisioneros no se fijaban en él. A ellos no les preocupaba más que la molestia de estar montando una guardia fatigosa —guardia incomprensible después de la excitación del combate— y que les exigía tener lista la carabina, cuya culata apoyaban en el muslo. De cuando en cuando, si algún prisionero parecía apartarse, los soldados apuntaban con aire resuelto y, de ser preciso, hacían fuego. Una onda rizaba entonces el perímetro informe de la masa de prisioneros, los cuales se replegaban para evitar el tiro. La bala pasaba de largo o derribaba a alguno.

Fierro avanzó hasta la puerta del corral; gritó a un soldado, que vino a descorrer las trancas, y entró. Sin quitarse el sarape de sobre los hombros echó pie a tierra. El salto le deshizo el embozo. Tenía las piernas entumecidas de cansancio y de frío: las estiró. Se acomodó las dos pistolas. Se puso luego a observar despacio la disposición de los corrales y sus diversas divisiones. Dio varios pasos hasta una de las cercas, sin soltar la brida, la cual trabó entre dos tablas, para dejar sujeto el caballo. Sacó de las cantinas de la silla algo que se metió en los bolsillos de la chaqueta, y atravesó el corral a poca distancia de los prisioneros.

Los corrales eran tres, comunicados entre sí por puertas interiores y callejones angostos. Del que ocupaban los colorados, Fierro pasó, deslizando el cuerpo entre las trancas de la puerta, al de en medio; en seguida, al otro. Allí se detuvo. Su figura, grande y hermosa, irradiaba un aura extraña, algo superior, algo prestigioso y a la vez adecuado al triste abandono del corral. El sarape había venido resbalándole del cuerpo hasta quedar pendiente apenas de los hombros: los cordoncillos de las puntas arrastraban por el suelo. Su sombrero, gris y ancho de ala, se teñía de rosa al recibir de soslayo la luz poniente del sol. Vuelto de espaldas, los prisioneros lo veían desde lejos, a través de las cercas. Sus piernas formaban compás hercúleo y destellaban; el cuero de sus mitasas brillaba en la luz del atardecer.

A unos cien metros, por la parte exterior a los corrales, estaba el jefe de la tropa encargada de los prisioneros. Fierro lo vio y le indicó a señas que se acercara. El oficial cabalgó hasta el sitio de la valla más próximo a Fierro. Éste caminó hacia él. Hablaron. Por momentos, conforme hablaban, Fierro fue señalando diversos puntos del corral donde se encontraba y del corral contiguo. Después describió, moviendo la mano, una serie de evoluciones que repitió el oficial como con ánimo de entender mejor. Fierro insistió dos o tres veces en una maniobra al parecer muy importante, y el oficial entonces, seguro de las órdenes recibidas, partió al galope hacia donde estaban los prisioneros.

Tornó Fierro al centro del corral, y otra vez se mantuvo atento a estudiar la disposición de las cercas y cuanto las rodeaba. De los tres corrales, aquél era el más amplio, y según parecía, el primero en orden —el primero con relación al pueblo—. Tenía en dos de sus lados sendas puertas hacia el campo: puertas de trancas más estropeadas —por mayor uso— que las de los corrales posteriores, pero de maderos más fuertes. En otro lado se abría la puerta que daba al corral inmediato, y el lado restante no era una simple valla de madera, sino tapia de adobes, de no menos de tres metros de altura. La tapia mediría como sesenta metros de largo, de los cuales, veinte servían de fondo a un cobertizo o pesebre, cuyo tejado bajaba de la barda y se asentaba, de una parte, en los postes, prolongados, del extremo de una de las cercas que lindaban con el campo, y de la otra, en una pared, también de adobe, que salía perpendicularmente de la tapia y avanzaba cosa de quince metros hacia los medios del corral. De esta suerte, entre, entre el cobertizo y la valla del corral próximo venía a quedar un espacio cerrado en dos de sus lados por paredes macizas. En aquel rincón el viento de la tarde amontonaba la basura y hacía sonar con ritmo anárquico, golpeándolo contra el brocal de un pozo, un cubo de hierro. Del brocal del pozo se elevaban con dos palos secos, toscos, terminados en horquetas, sobre los cuales se atravesaba otro más, y desde éste pendía la cadena de una garrucha, que también sonaba movida por el viento. En lo más alto de una de las horquetas un pájaro grande —inmóvil, blanquecino— se confundía con las puntas del palo, resecas y torcidas.

Fierro se hallaba a cincuenta pasos del pozo. Detuvo un segundo la vista sobre la quieta figura del pájaro, y, como si la presencia de éste encajara a pelo en sus reflexiones, sin cambiar de expresión, ni de postura, ni de gesto, sacó la pistola lentamente. El cañón del arma, largo y pulido, se transformó en dedo de rosa a la luz poniente del sol. Poco a poco el gran dedo fue enderezándose hasta señalar en dirección del pájaro. Sonó el disparo —seco y diminuto en la inmensidad de la tarde— y el animal cayó al suelo. Fierro volvió la pistola a la funda.

En aquel instante un soldado, trepando a la cerca, saltó dentro del corral. Era el asistente de Fierro. Había dado el brinco desde tan alto que necesitó varios segundos para erguirse otra vez. Al fin lo hizo y caminó hacia donde estaba su amo. Fierro le preguntó, sin volver la cara:

—¿Qué hubo con ésos? Si no vienen pronto, se hará tarde.

—Parece que ya vienen ay

—contestó el asistente.

—Entonces, tú ponte allí. A ver, ¿qué pistola traes?

—La que usted me dio, mi jefe. La mitigüeson.

—Sácala pues, y toma estas cajas de parque. ¿Cuántos tiros dices que tienes?

—Unas quince docenas, con los que he arrejuntado hoy, mi jefe. Otros hallaron hartos, yo no.

—¿Quince docenas?... Te dije el otro día que si seguías vendiendo el parque para emborracharte iba a meterte una bala en la barriga.

—No, mi jefe.

—No mi jefe, qué.

—Que me embriago, mi jefe, pero no vendo el parque.

—Pues cuidadito, porque me conoces. Y ahora ponte vivo, para que me salga bien esta ancheta. Yo disparo y tú cargas las pistolas. Y oye bien esto que te voy a decir: si por tu culpa se me escapa uno siquiera de los colorados, te acuesto con ellos.

—¡Ah, qué mi jefe!

—Como lo oyes.

El asistente extendió su frazada sobre el suelo y vació en ella las cajas de cartuchos que Fierro acababa de darle. Luego se puso a extraer uno a uno los tiros que traía en las cananas de la cintura. Quería hacerlo tan de prisa, que se tardaba más de la cuenta. Estaba nervioso, los dedos se le embrollaban.

—¡Ah, qué mi jefe! —seguía pensando para sí.

Mientras tanto, del otro lado de la cerca que limitaba el segundo corral fueron apareciendo algunos soldados de la escolta. Montados a caballo, medio busto les sobresalía del borde de las tablas. Muchos otros se distribuyeron a lo largo de las dos cercas restantes.

Fierro y su asistente eran los únicos que estaban dentro del primero de los tres corrales: Fierro, con una pistola en la mano y el sarape caído a los pies; el asistente, en cuclillas, ordenando sobre su frazada las filas de cartuchos. El jefe de la escolta entró a caballo por la puerta que comunicaba con el corral contiguo y dijo:

—Ya tengo listos los primeros diez. ¿Te los suelto?

Fierro respondió:

—Sí, pero antes entéralos bien del asunto: en cuanto asomen por la puerta yo empezaré a dispararles; los que lleguen a la barda y la salten quedan libres. Si alguno no quiere entrar, tú métele bala.

Volvió el oficial por donde había venido, y Fierro, pistola en mano, se mantuvo alerta, fijos los ojos en el estrecho espacio por donde los prisioneros iban a irrumpir. Se había situado lo bastante próximo a la valla divisoria para que, al hacer fuego, las balas no alcanzaran a los colorados que todavía estuviesen del lado de ella: quería cumplir lealmente lo prometido. Pero su proximidad a las tablas no era tanta que los prisioneros, así que empezase la ejecución, no descubrieran, en el acto mismo de trasponer la puerta, la pistola que les apuntaría a veinte pasos. A espaldas de Fierro el sol poniente convertía el cielo en luminaria roja. El viento seguía soplando.

En el corral donde estaban los prisioneros creció el rumor de voces —voces que los silbos del viento destrozaban, voces como de vaqueros que arrearan ganado—.

Era difícil la maniobra de hacer pasar del corral último al corral de en medio a los trescientos hombres condenados a morir en masa; el suplicio que los amenazaba hacía encresparse su muchedumbre con sacudidas de organismo histérico. Se oía gritar a la gente de la escolta, y, de minuto en minuto, los disparos de carabina recogían las voces, que sonaban en la oquedad de la tarde como chasquido en la punta de un latigazo.

De los primeros prisioneros que llegaron al corral intermedio un grupo de soldados segregó diez. Los soldados no bajaban de veinticinco. Echaban los caballos sobre los presos para obligarlos a andar; les apoyaban contra la carne las bocas de las carabinas.

—¡Traidores! ¡Jijos de la rejija! ¡Ora vamos a ver qué tal corren y brincan! ¡Eche usté p’allá, traidor!

Y así los hicieron avanzar hasta la puerta de cuyo otro lado estaban Fierro y su asistente. Allí la resistencia de los colorados se acentuó; pero el golpe de los caballos y el cañón de las carabinas los persuadieron a optar por el otro peligro, por el peligro de Fierro, que no estaba a un dedo de distancia, sino a veinte pasos.

Tan pronto como aparecieron dentro de su visual, Fierro los saludó con extraña frase —frase a un tiempo cariñosa y cruel, de ironía y de esperanza:

—¡Ándenles, hijos: que nomás yo tiro y soy mal tirador!

Ellos brincaban como cabras. El primero intentó abalanzarse sobre Fierro, pero no había dado tres saltos cuando cayó acribillado a tiros por los soldados dispuestos a lo largo de la cerca. Los otros corrieron a escape hacia la tapia: loca carrera que a ellos les parecía como de sueño. Al ver el brocal del pozo, uno quiso refugiarse allí: la bala de Fierro lo alcanzó primero. Los demás siguieron alejándose; pero uno a uno fueron cayendo —Fierro disparó ocho veces en menos de seis segundos—, y el último cayó al tocar con los dedos los adobes que, por un extraño capricho de este momento, separaban de la región de la vida la región de la muerte. Algunos cuerpos dieron aún señales de estar vivos; los soldados, desde su puesto, tiraron para rematarlos. Y vino otro grupo de diez, y luego otro, y otro, y otro. Las tres pistolas de Fierro —dos suyas, la otra de su ordenanza— se turnaban en la mano homicida con ritmo infalible. Cada una disparaba seis veces —seis veces sin apuntar, seis veces al descubrir— y caía después encima de la frazada. El asistente hacía saltar los casquillos quemados y ponía otros nuevos. Luego, sin cambiar de postura, tendía hacia Fierro la pistola, el cual la tomaba casi al soltar la otra. Los dedos del asistente tocaban las balas que segundos después tenderían sin vida a los prisioneros; pero él no levantaba los ojos para ver a los que caían: toda su conciencia parecía concentrarse en la pistola que tenía entre las manos y en los tiros, de reflejos de oro y plata, esparcidos en el suelo. Dos sensaciones le ocupaban lo hondo de su ser: el peso frío de los cartuchos que iba metiendo en los orificios del cilindro y el contacto de la epidermis, lisa y cálida, del arma. Arriba, por sobre su cabeza, se sucedían los disparos con que su jefe se entregaba al deleite de hacer blanco.

El angustioso huir de los prisioneros en busca de la tapia salvadora —fuga de la muerte en una sinfonía espantosa donde la pasión de matar y el ansia inagotable de vivir luchaban como temas reales— duró cerca de dos horas, irreal, engañoso, implacable. Ni un instante perdió Fierro el pulso o la serenidad. Tiraba sobre blancos movibles y humanos, sobre blancos que daban brincos y traspiés entre charcos de sangre y cadáveres en posturas inverosímiles, pero tiraba sin más emoción que la de errar o acertar. Calculaba hasta la desviación de la trayectoria por efecto del viento, y de un disparo a otro la corregía.

Algunos prisioneros, poseídos de terror, caían de rodillas al trasponer la puerta: la bala los doblaba. Otros bailaban danza grotesca al abrigo del brocal del pozo hasta que la bala los curaba de su frenesí o los hacía caer, heridos, por la boca del hoyo. Casi todos se precipitaban hacia la pared de adobes y trataban de escalarla trepando por los montones de cuerpos entrelazados, calientes, húmedos, humeantes: la bala los paralizaba también. Algunos lograban clavar las uñas en la barda, hecha de paja y tierra, pero sus manos, agitadas por intensa ansiedad de vida, se tornaban de pronto en manos moribundas.

 

Francisco L. Urquizo Tropa vieja [1937] (fragmento)

…Estábamos en guerra los pobres desamparados y hambrientos de los campos, contra otros pobres también desamparados y hambrientos, pero apergollados por una disciplina militar: la misma necesidad teníamos todos de justicia y en la desesperación de unos y de otros, peleábamos hasta matarnos, con toda nuestra alma, para acabar de una vez no con los opresores de arriba, sino con nosotros mismos; acabar una vida que nunca había de ser mejor, para ver si era cierto que en el otro mundo se podía encontrar lo que aquí escaseaba para todos. ¿A poco creían los rebeldes que ganando ellos iban a acabar con los poderosos, con los patrones, con los que tuvieron la suerte de educarse bien? Podrían tirar a un mandón, pero no sería sino para poner a algún otro en su lugar. ¿La igualdad?; imposible; siempre habría de haber ricos y pobres, desmedrados y opulentos; igualdad, sólo en la muerte y aun eso mismo estaba todavía por verse. ¿Quién sabe el más allá? Y si era cierto lo que decían los curas, también en la otra vida habría de haber un infierno para los desafortunados y una gloria para los que tuvieron mejor suerte; y en vez de patrones españoles, jefes políticos, y cabos y sargentos, puede que hicieran allí sus veces los santos y los profetas y los mártires o como se llamaran, los que pudieran más en poder o en influencia. Los pobres de esta tierra puede que fueran los pecadores o los condenados en la otra vida; ¿no éramos los pobres aquí, los que matábamos y robábamos y hacíamos todo el mal? ¿No eran los ricos aquí los que no derramaban la sangre de las gentes y los únicos que podían rezar en una iglesia y hacer la caridad con su dinero? Forzosamente en el otro mundo, tendríamos que seguir de igual manera….

 

Rafael F. Muñoz Se llevaron el cañón para Bachimba [1941] (fragmento)

Contra ellos íbamos a pelear con nuestros soldados, vestidos unos de azul desteñido en mezclilla, otros de amarillo sucio en caqui, los más, de trapos de color indefinible, provistos de armas diferentes, unas largas, otras cortas, viejas carabinas Winchester amarradas con alambre en la culata rajada, rifles Máuser desechados por el ejército, raspados como suela de zapato. Había que darles órdenes a gritos, porque no entendían toques de corneta y podían equivocarse en lo que debían hacer. Por último, si todos eran hábiles en el tiro de fusil, no había nadie que supiera manejar una ametralladora.

 

Rodolfo Usigli

 

Mauricio Magdaleno

 

Rafael F. Muñoz

Francisco L. Urquizo

 

Mientras que Francisco Rojas González (1903-1951) publicaría La negra angustias [1944] y El diosero [1952], señalando el incremento del interés por el indigenismo; el cual había contado con diversos antecedentes como El libro del faisán y del venado [1922] de Antonio Mediz Bolio (1884-1957) o Los hombres que dispersó la danza [1929] de Andrés Henestrosa (1906-2008). La producción de obras con temas indígenas se acrecentaron con Héroes Mayas [1942] de Ermilo Abreu Gómez (1894-1971) y la aparición de los primeros estudios de temas de literatura indígena, con obras como La producción literaria de los Aztecas [1936] de Rubén M. Campos (1876-1945), quien también fue el autor de obras anteriores de interés histórico y cultural, como El folklore y la música mexicana [1928] y El folklore musical de las ciudades [1930].

 

Otras obras sobre estos temas serían Cuentos y leyendas indígenas de México [1941] de Alfredo Ibarra (1903-19?); Cuentos indígenas [1946] de Pablo González Casanova; la traducción del Libro de los libros de Chilam Balam [1948] de Alfredo Barrera Vásquez (1900-1980), Arte Precolombino de México y de la América Central [1944] de Salvador Toscano (1912-1949), además de la publicación, bajo su dirección, de la Historia tolteca-chichimeca [1947], y Anales de Tlatelolco y el Códice de Tlatelolco [1948].

 

Francisco Rojas González El diosero: "La tona" [1952] (fragmento)

Cuando Simón llegó a su choza, lo recibió un vaguido largo y agudo, que se confundió entre el cacareo de las gallinas y los gruñidos de Mit-Chueg, el perro amarillo y fiel.

Simón sacó de la copa de su sombrero un gran pañuelo de yerbas; con él se enjugó el sudor que le corría por las sienes; luego respiró profundo, mientras empujaba tímidamente la puertecilla de la choza.

Crisanta, cubierta con un sarape desteñido, yacía sosegada. Altagracia retiraba ahora de la lumbre una gran tinaja con agua caliente, y el médico, con la camisa remangada, desmontaba la aguja de la jeringa hipodérmica.

— Hicimos un machito —dijo con voz débil y en la aglutinante lengua zoque Crisanta cuando miró a su marido. Entonces la boca de ella se iluminó con el brillo de dos hileras de dientes como granitos de elote.

— ¿Macho? —preguntó Simón orgulloso—. Ya lo decía yo…

Tras de pescar el mentón de Crisanta entre sus dedos toscos e inhábiles para la caricia, fue a mirar a su hijo, a quien se disponían a bañar el doctor y Altagracia.

El nuevo padre, rudo como un peñasco, vio por unos instantes aquel trozo de canela que se debatía y chillaba.

— Es bonito —dijo—: se parece a aquella en lo trompudo —y señaló con la barbilla a Crisanta. Luego, con un dedo tieso y torpe, ensayó una caricia en el carrillo del recién nacido.

— Gracias, doctorcito… Me ha hecho usté el hombre más contento de Tapijulapa.

Y sin agregar más, el indio fue hasta el fogón de tres piedras que se alzaba en medio del jacal. Ahí se había amontonado gran cantidad de ceniza. En un bolso y a puñados, recogió Simón los residuos.

El médico lo seguía con la vista, intrigado. El muchacho, sin dar importancia a la curiosidad que despertaba, echóse sobre los hombros el costalillo así salió del jacal.

— ¿Qué hace ese? —inquirió el doctor.

Entonces Altagracia habló dificultosamente en español:

— Regará Simón la ceniza alrededor de la casa… Cuando amanezca saldrá de nuevo. El animal que haya dejado pintadas sus huellas en la ceniza será la tona del niño. Él llevará el nombre del pájaro o la bestia que primero haya venido a saludarlo; coyote o tejón, chuparrosa, liebre o mirlo, asegún…

— ¿Tona has dicho?

— Si, tona, ella lo cuidará y será su amiga siempre, hasta que muera.

— Ahá —dijo el médico sonriente—, se trata de buscar al muchacho un espíritu tutelar…

— Si —aseguró la vieja— ése es el costumbre de po‘acá…

— Bien, bien, mientras tanto, bañémoslo, para que el que ha de ser su tona lo encuentre limpiecito y buen mozo.

Cuando regresó Simón con el bolso vacío de cenizas, halló a su hijo arropadito y fresco, pegado al hombro de la madre. Crisanta dormía dulce y profundamente…

El médico se disponía a marcharse.

— Bueno, Simón —dijo el doctor—, estás servido.

— Yo quisiera darle a su mercé más que juera un puñito de sal…

— Deja, hombre, todo está bien… Ya te traeré unas medicinas para que el niño crezca saludable y bonito…

— Señor doctor —agregó Simón con acento agradecido—, hágame su mercé otra gracia, si es tan bueno.

— Dime, hombre.

— Yo quisiera que su persona juera mi compadre… Lleve usté a cristianar a la criaturita ¿Quere?

— Si, con mucho gusto, Simón, tú me dirás.

— El miércoles, por favor, es el día en que viene el padre cura.

— El miércoles vendré… Buenas noches, Simón… Adiós, Altagracia, cuida a la muchacha y al niño…

Simón acompañó al médico hasta la puerta del jacal. Desde ahí lo siguió con la vista. La bicicleta tomó los altibajos del camino gallardamente; su ojo ciclópeo se abría paso entre las sombras. Un conejo encandilado cruzó la vereda.

Puntual estuvo el médico el miércoles por la mañana.

La esquila llamó a misa, los zoques vestidos de limpio aguardaban en el atrio. La chirimía tocaba aires alegres. Tronaban los cohetes. Todos los ahí reunidos, hombres y mujeres, esperaban ansiosos la llegada de Simón y su comitiva bautismal.

Por allá, hacia la loma, se miró al grupo que se dirigía a la iglesia. Crisanta fresca y rozagante, cargaba a su hijo seguida de Altagracia, la madrina. Atrás de ellas Simón y el médico charlaban amigablemente…

— ¿Y qué nombre le vas a poner a mi ahijado, compadre Simón?

— Pos verá usté, compadrito doctor… Damián, porque así dice el calendario de la iglesia… Y Bicicleta, porque ésa es su tona, así me lo dijo la ceniza…

— Conque ¿Damián Bicicleta? Es un bonito nombre, compadre…

— Áxcale —afirmó muy categóricamente el zoque.

 

Francisco Rojas González

Andrés Henestrosa

José Rubén Romero

Juan de la Cabada

 

Los temas sobre la provincia mexicana se multiplicarían en esta época, con diversos cuentos y novelas: La vida inútil de Pito Pérez [1938] y Rosenda [1946], obras de José Rubén Romero (1890-1952), ambas llevadas al cinematógrafo; además de Incidentes melódicos del mundo irracional [1944] de Juan de la Cabada (1899-1986) o Al filo del agua [1947] de Agustín Yáñez (1904-1980).

 

Se incrementaron los estudios sobre la cultura nacional, como El arte moderno en México [1937] de Justino Fernández (1904-1972), El Positivismo en México [1944] de Leopoldo Zea (1912-2004), además de los trabajos Michoacán histórico y legendario [1937] y Leyendas y cuentos Michoacanos [1938], de Jesús Romero Flores (1885-1987), y la publicación de Rincones michoacanos. Leyendas y datos históricos [1938] de José Corona Núñez (1906-2002).

 

José Rubén Romero La vida inútil de Pito Pérez [1944] (fragmento)

En la tienda de los Flores los barriles del vino servían de respaldo a las sillas de los visitantes. En calidad de tal, llegaba yo todas las noches y tomaba asiento, muy en mi juicio, cerca de uno de los barriles. Después de un rato de charla me ponía en pie con grandes dificultades y hablando entre dientes. “¡Pero este Pito Pérez cómo se emborrachará! —comentaban, noche a noche, los dueños de la tienda. Llega en sus cabales y se va siempre en cuatro patas”. Y era verdad. A gatas tenía que atravesar las bocacalles para no perder el rumbo de mi casa, unas veces maullando como gato, y otras, ladrando como perro, de modo tan real, que los auténticos animales me seguían pretendiendo jugar conmigo.

El secreto de mis borracheras era éste: Con un tirabuzón logré hacer un agujero en la tapa de uno de los barriles y por allí introduje una tripa de irrigador que, pasando por dentro de mi chaqueta, llevaba a mi boca el consuelo de tan sabroso líquido que, de tanto chupar, se liquidó también para siempre. Con un pegote de cera de Campeche disimulaba la existencia del agujero. (Lástima que otros no puedan disimularse lo mismo). El vicio del vino es terrible, amigo, y el borracho, por principio de cuentas, necesita perder el pudor. Cuesta trabajo perderlo, pero cuando uno lo pierde, qué descansado se queda, como dicen que dijo uno de los sinvergüenzas más famoso de México. […]

Nombré a mi madre y comenzaremos por ella la narración que usted me ha pedido y que creo completamente inútil. Mi madre fue una santa que se desvivió por hacer el bien. Ella pasaba las noches en claro velando enfermos, como una hermana de la Caridad; ella nos quitaba el pan de la boca para ofrecerlo al más pobre; sus manos parecían de seda para amortajar difuntos, y cuando yo nací, otro niño de la vecindad se quedó sin madre, y la mía le brindó sus pechos generosos. El niño advenedizo se crió fuerte y robusto, en tanto que yo aparecía débil y enfermo porque la leche no alcanzaba para los dos. Este fue mi primer infortunio y el caso se ha repetido a través de toda mi existencia. Crecí al mismo tiempo que mis hermanos, pero como no había recursos para costearnos carrera a los tres, ni becas para todos, prefirieron a los dos mayores; de modo que Joaquín fue al Seminario y Francisco a San Nicolás, porque mi madre quería tener sacerdote y abogado. El uno para que nos tuviera bienquistos de tejas arriba, y el otro para que nos defendiera de tejas abajo. Para mí eligieron un oficio que participara de las dos profesiones y me hicieron acólito de la parroquia.

Así vestiría sotana, como el cura, y manejaría dineros como el abogado, porque los acólitos son como los albaceas de los santos, ya que en sus manos naufragan las limosnas que se colectan a la hora de los oficios divinos. En mis funciones eclesiásticas fui cumplido y respetuoso con los curas de la iglesia. Jamás di la espalda, irreverentemente, al altar en que Nuestro Amo estaba manifiesto; nunca eché semillas de chile al incensario, para hacer llorar al celebrante y a los devotos que se le acercaban; ni me oriné por los rincones de la sacristía, como los demás acólitos.

A la hora de las comidas, las gentes me veían pasar, rumbo a mi casa, vestido con la sotana roja, y comentaban emocionadas: “¡Ah, qué buen muchacho este de doña Conchita Gaona, tan piadoso y tan seriecito!”

¿Y sabe usted por qué no me apeaba mi vestido de acólito?, pues porque no tenía pantalones que ponerme y con las faldillas de la sotana cubría mis desnudeces hasta los tobillos. Así aprendí que los hábitos sirven para ocultar muchas cosas que a la luz del día son inmorales.

Un tal Melquiades Ruiz, apodado San Dimas, era mi compañero de oficio y, además, mi mentor de picardías.

Primero me enseñó a fumar hasta en el interior del templo, y después a beberme el vino de las vinajeras. Decíanle San Dimas, no porque fuera devoto del Buen Ladrón, sino por lo bueno de ladrón que era. El muy taimado se pasaba la vida quemándome las asentaderas con las brasas del incensario, y cuando yo protestaba, me decía:

“Hermano Pito, el dolor es una penitencia por la cual tus quemaduras te acercan al Señor; yo soy la justicia divina que castiga tu lado flaco.”

“¡Pero fíjate en que es mi lado gordo el que me chamuscas, grandísimo pendejo!”

Cierta vez vimos que un ranchero rico, de Turiran, echó en el cepillo del Señor del Prendimiento una moneda de a peso, después de rezar largamente, en acción de gracia, porque en sus tierras no había helado.

“Mira, Pito —me dijo San Dimas—, qué suerte tiene el Señor del Prendimiento y con cuánto desdén recibe las dádivas de sus fieles para que luego el señor cura las gaste en su propio provecho. Ya oíste que quiere hacer un viaje a Morelia para comprarse, con todo lo que caiga de limosnas en estos días, un mueble de bejuco. ¿Qué te parece si nosotros madrugamos al cura y le damos su llegón a la alcancía?”

San Dimas me convenció sin mucho esfuerzo. Él tenía cierto dominio sobre mí, por ser de mayor edad que yo y por sus ojos saltones que parecían de iluminado. Agregue usted a esto que mis teorías sobre la propiedad privada nunca fueron muy estrictas, y mucho menos tratándose de bienes terrenos de los santos, que siempre me imaginé muy indulgentes con los menesterosos y, además, sin personalidad legal reconocida para acusar a los hombres ante los tribunales del fuero común.

—¿Y la conciencia, Pito Pérez?

—La tengo arrinconada en la covacha de los chismes inútiles.

—A la mañana siguiente ambos monaguillos llegamos al templo cuando apenas clareaba el alba, y mientras San Dimas encendía las velas del altar mayor para la primera misa y vigilaba la puerta de la sacristía, encaminéme de puntillas hasta donde estaba el Señor del Prendimiento, y sacando un cuchillo mocho que llevaba prevenido debajo de la sotana, levanté con él la tapa de la alcancía, metiendo en ella, con mucho miedo, ambas manos. Entre las monedas de cobre, las de plata abrían tamaños ojos, asustadas, como doncellas sorprendidas en cueros por una banda de salteadores.

“¡Chist!”, me hizo San Dimas desde el altar mayor al oír tintinear los centavos, y yo me asusté tanto que vi claramente al Señor del Prendimiento que hacía ademán como para atraparme.

En un colorado paliacate vacié el dinero y, apresurado y tembloroso, se lo entregué a San Dimas, que salió de la iglesia como alma que se lleva el Diablo.

Entró Nazario, el sacristán, y me dijo:

—Muévete, Pito, que ya se está revistiendo el padre para la misa.

Yo me dirigí a la sacristía mirando cómo llegaban al templo las primeras beatas, acomodándose en las tarimas de los confesonarios, para reconciliar culpas de la noche anterior.

El padre Coscorrón estaba revistiéndose y sólo le faltaba embrocarse la negra y galoneada casulla de las celebraciones de difuntos.

Los monaguillos decíamosle el padre Coscorrón, por su carácter iracundo y por lo seguido que vapuleaba nuestras pobres cabezas con sus dedos amarillos y nudosos como cañas de carrizo.

Salimos, pues, a celebrar el santo sacrificio, el padre con los ojos bajos, pero a cuya inquisición nada se escapaba, y yo, de ayudante, con el misal sobre el pecho, muy devotamente y orejeando para todas partes, atento a notar si se había descubierto el hurto.

El padre parecía una capitular de oro; yo, junto a él, una insignificante minúscula impresa en tinta roja.

Cavilando en mi delito, olvidábanseme las respuestas de la misa, y para que no lo notara el padre, hacía yo una boruca tan incomprensible como el latín de algunos clérigos de misa y olla.

Al cambio del misal para las últimas oraciones, miré de soslayo hacia el Señor del Prendimiento y vi que el sacristán hablaba acaloradamente en medio de un grupo de beatas, que observaban con atención el cepo vacío. La mañana nos había traicionado con su luz cobarde, y cuando entramos a la sacristía, Nazario salió a nuestro encuentro y dijo con voz tan agitada como si anunciara un terremoto:

—¡Robaron al Señor del Prendimiento!

—¿Qué dices, Nazario? ¿Se llevaron el santo?

—No, señor, ¡que se llevaron el santo dinero de su alcancía!

—¿En dónde está San Dimas? —gritó el padre Coscorrón clavándome los ojos, como si quisiera horadar mi pensamiento; y tirando el cíngulo y la estola, me llevó a empellones hasta un rincón de la sacristía.

—Pito Pérez, ponte de rodillas y reza el Yo pecador para confesarte: ¿Quién se robó el dinero de Nuestro Señor?

—No sé, padre.

—Hic et nunc te condeno si no me dices quién es el ladrón…

—Yo fui, Padre —exclamé con un tono angustiado, temeroso de aquellas palabras en latín que no entendía, y que por lo mismo pareciéronme formidables.

El cura agarró con sus dedos de alambre una de mis orejas, que poco faltó para que se desprendiera de su sitio y, zarandeándome despiadadamente, me dijo:

—¡Fuera de aquí, fariseo, sinvergüenza, Pito cochambrudo, y devuelve inmediatamente el dinero, si no quieres consumirte en los apretados infiernos!

Cuando el padre Coscorrón aflojó un poco los dedos, di la estampida y no paré hasta el corral de mi casa. No volví a ver a San Dimas, que se quedó con lo robado, y todo el pueblo supo nuestra hazaña porque el padre Coscorrón se encargó de pregonarla desde el púlpito:

—Dos Judas traidores robaron el templo; por caridad yo no diré quienes son, pero uno es conocido por San Dimas, y al otro le dicen Pito Pérez.

 

Juan de la Cabada Llovizna [1954]

Desde hace algún tiempo, desde que me enriquecí con la dichosa guerra mundial y me casé y vinieron los hijos, no puedo ya contar un cuento. Antes solía contarlos bien. ¡Ay, entonces era libre! Ahora, en cambio: ¡los hijos! ¡Miedo me da que cunda el mal ejemplo! ¿Por qué no acierto a decidirme? Quizá porque los negocios me acostumbraron a los testimonios del señor cura, del notario, de un juez o de cualquier otra persona.

"Ahí está don fulano que lo diga".

Empero, solo, sin testigos, venía yo una de estas noches de niebla y menuda llovizna, corriendo sobre la oscura carretera.

Sí: al timón de mi automóvil, fijos los ojos en los haces de luz que derramaban los fanales del vehículo, traía yo prisa y una rabia contenida, cierto temblor inexplicable y muy malos pensamientos, al ver que las luces opacas de unas linternas, como de gentes que con sus manos las moviesen a todo lo ancho del camino, me obstruían el paso.

Ni pitos ni sirenas, ni voces que denotaran el hecho de que acabase de ocurrir un accidente desgraciado. "¿No será que tratan de asaltarme? ¿Y quién dice que sean solamente ésos? Habrán de tener cómplices, ocultos a lado y lado. Entonces, entonces... si no paro y los atropello, me dispararán los otros por la espalda. Pero, ¡qué demontre!, si aquí traigo cargado mi revólver. ¿A qué, pues, miedo y tales aflicciones? Alguna vez tengo que usarlo" - pensé; apronté el arma, y paré el auto.

-¡Qué hay! dije brusco y en voz alta.

Los de las linternas se acercaron.

Me parecieron cuatro infelices indios, de esos que uno en seguida reconoce como el prototipo de nuestros albañiles, mitad obreros industriales y mitad hombres de campo.

A la luz de mis reflectores vi los ocho huaraches de sus pies mientras se aproximaban. El resto de sus indumentarias eran overoles, sombreros de petate y un paliacate al cuello.

-¿Qué hubo? - volví a gritarles cuando los tuve cerca y pude verles las caras.

Entretanto llegaban, con sus linternas en alto, me guardé la pistola debajo de la pretina del pantalón, y para ganar facilidad de movimiento desabroché los tres botones inferiores de mi chaleco, prevenido, por si acaso.

Uno de ellos, el de mayor edad, ya vejancón, usaba grandes bigotes caídos; dos aparentaban unos treinta años, y el último, el más joven, menos de veinte.

-Patrón -dijo el viejo-, tenemos de precisión que dir a México, porque debemos dentrar tempranito, mañana lunes, al trabajo.

¿Acaso me olvidé? ¿No dije al comienzo que aquella noche de marzo, cuando regresaba a reponer las fuerzas con mi paseo de fin de semana, era la de un domingo? Creo que sí, ¿o no?

A las palabras del viejo, ardido yo por el miedo que me habían hecho pasar y animado de un puntilloso, muy lógico, deseo de venganza, modulé ciertos ruiditos de chistante desdén al par que meneaba de igual manera de significación negativa la cabeza.

-Se nos hizo tarde, jefe -agregó uno de los otros indios-.

Era bueno tomarse tiempo de pensar, a la vez que atormentarlos un poco, y así, yo ni aceptaba ni decidían negarme la palabra.

-Por favor, patrón, como ya no pasan los camiones. . . y como usted lleva nuestro mismo rumbo.

-Intervino el más joven:

-Sólo semos albañiles...- y sonrió, inocente, o malicioso en alusión velada.

Observé su vista socarrona en un rostro demasiado perspicaz, y tan claro fue para mí lo que insinuaba, que negarme sería como demostrar señales de aquel miedo y rebajarme. ¡Y esto no!

-¡Acomódense ustedes tres en el asiento de atrás! -dispuse-.

Tú, viejo, ven adelante conmigo.

Al punto apagaron las linternas, y a la carrera cumplieron mis órdenes.

No cesaba la llovizna.

Libré del freno a mi automóvil, aceleré y seguí la marcha.

Los de atrás sólo dijeron unas cuatro frases; recuerdo bien:

-¿Cómo estará Usebita?

-Pos ya ves.

-Tan bonita.

-Tan luciditos sus siete años

Y en adelante se pertrecharon en un mutismo empecinado. Nada de una risa, ni la menor muestra de expansión, de franqueza propia de habitantes de otras tierras, sino el mutismo ése que impone zozobras, desconfianzas, sospechas, o doblega, deprime, aplasta el ánimo. Además la obscuridad al filo de continuos precipicios... las circunstancias... esa tenaz llovizna fúnebre y hasta las linternas, cuya visión, con sus opacas luces agitándose en la bruma, estaba todavía en mi retina...

De lejos, ya el aliento del viejo despedía tufos de un alcohol tan malo que sentí, ahora de cerca, al volver la cara y hablarme, un asco insoportable. "¡Indio borracho!"

-Esta agüita no entrará ni siquiera cuatro dedos dentro de la tierra, ¿verdad, patrón?

-¡Ujú! respondí, conteniendo el resuello.

Tras breve silencio, insistió:

-Ni dos dedos, ni dos dedos, ¿no cree, patrón?

-Sí, claro- dije. Había que armarse de paciencia.

Otro intervalo, y lo mismo:

-Ni tantito así, ¿eh, patroncito?

Y luego, a cada rato:

-Pos ni tantito, ni tantito puede ser... ¿verdad, señor?

Corría el coche a toda su marcha y volví a sentir miedo. ¡Esas cosas del instinto! Ya se sabe lo que son los indios con su lenguaje de retruécanos, y con la misma cantinela ¿qué querría decir éste, o dar a entender a los otros, que continuaban clavados, fijos, en su mutismo empecinado? ¡Si fuesen de veras piedras, inofensivas piedras... pero eran seres humanos! Por cierto que aún lloviznaba y la carretera estaba desierta, dentro de un negror frío de niebla espesa.

Mis temores venían a ráfagas; mas lograba disiparlos el pensamiento en la seguridad de mi revólver.

-Ni dos dedos, ¿eh, jefe?

-¡Ajá! -Ni uno...

-¡Ujú! Y persistía:

-Ni siquiera uno... Ni siquiera un dedo, ni tanto así...

-Claro. -Porque esta agüita sólo la manda Dios para refrescar las siembritas...

-Naturalmente. -Para refrescar las siembritas y no para que entre mucho en la tierra... ¿verdad?

Verdad. -¿Verdad? ¿Verdad que sí, patrón?

De pronto el motor del automóvil empezó a demostrar síntomas de haberse calentado en exceso. En cuanto llegamos al primer pueblo, paré y dije a los hombres lo que pasaba. El viejo se ofreció para ir a una tienda próxima a traer una cubeta de agua. Y entonces, mientras una luz fuerte destacaba su lejana figura frente al marco de la tienda, el más joven de los tres que se quedaron, acercó su rostro a mis espaldas y dijo desde atrás:

-¡Patrón! Volví la cabeza.

-Es mi padre, patrón.

Se detuvo como hace todo indio para tomar resuello, y otro dijo:

-El padre está bebido.

El más joven continuó:

-Perdone, pos dice todo eso porque venimos de nuestro pueblo adonde juimos a enterrar a mi hermanita... la mera verdá, patrón, que semos albañiles.

Yo no pedía ninguna explicación; pero el tercero añadió aún:

-No quiere que l'almita se moje allí abajo, dentro el cuerpecito.

Continuaron la obscuridad, el misterio y la llovizna, el misterio y la obscuridad en el camino. . .

¿Dije que tenía yo dos hijos: una niña y un niño?

Pues la niña se enfermó.

Y ahora, duro como soy de corazón, así que ha muerto ella, me pongo blando a veces en el auto.

Llueve y recuerdo tal un soplo:

-¿Cómo estará Usebita?

-Pos ya ves.

-Tan bonita.

-Tan luciditos sus siete años.

Referencias


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